El CONSENTIMIENTO INFORMADO
Javier López y García de la
Serrana
Abogado
Secretario General de la Asociación Española
de
Abogados Especializados en Responsabilidad Civil y Seguro
Reconocer esto significó aceptar la dignidad del ser
humano en sí mismo y no en relación a la posición que ocupara en la
organización social, dignidad que es consustancial a la persona y que deriva
hacia una consecuencia universal: todas las personas son igualmente dignas.
Este reconocimiento supuso el gran salto al
pensamiento moderno y dio origen al nacimiento de los derechos individuales.
La aceptación de la dignidad de
la persona basada en su capacidad de comprensión, de raciocinio, de juicio y en
la voluntad libre o capacidad de elegir, ha llevado en la relación
médico-enfermo a que sea el enfermo,
siempre que su estado psicofísico lo permita, quien tome las decisiones que
considere más favorables para su persona entre las alternativas diagnósticas y terapeúticas que se le ofrezcan.” [1]
Nos encontramos aquí ante un tema plenamente de actualidad[2], tema sobre el que cada vez se escriben más artículos doctrinales y estudios bibliográficos y sobre el que los pronunciamientos jurisprudenciales despiertan un destacado interés. Igualmente acabamos de estrenar la nueva Ley básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica, Ley 41/2002, de 14 de Noviembre, que entró en vigor el 15 de mayo pasado, viniendo ésta a suponer, sin duda, un nuevo instrumento para el estudio del llamado Consentimiento Informado. Con todo ello, en el presente artículo no pretendo más que hacer unos breves apuntes sobre lo que, personalmente, considero eje fundamental para la apreciación de una responsabilidad civil ante el incumplimiento del deber de información al paciente, así como del incumplimiento de la obtención por parte de éste de un consentimiento expreso; considerando que dicha cuestión fundamental se encuentra en el hecho de entender, que para apreciar dicha responsabilidad civil, realmente debemos partir de que existe una relación de causalidad entre el incumplimiento del médico ante su deber de información al paciente y el daño experimentado por éste.
Naturaleza jurídica de la
relación médico-paciente.
De toda relación
jurídico-privada entre personas surgen derechos y obligaciones para las partes,
que varían dependiendo de la naturaleza jurídica de dicha relación. Entre los
derechos y obligaciones surgidos del vínculo profesional entre el médico y el
paciente, ha alcanzado especial relevancia el consentimiento informado, cuyas
características y contenido son objeto de estudio en el presente artículo. Es
obligado analizar previamente la naturaleza jurídica de la relación de la que
emana, dentro del esquema de estudio lógico que ha de seguirse hasta el momento
de centrarnos detenidamente en su conocimiento, rasgos y contenido.
Ciñéndonos al
carácter jurídico-privado de la relación entre el médico y el paciente, su
naturaleza es diferente dependiendo de si estamos en presencia de una
intervención propia de la medicina curativa o, por el contrario, se sitúa en el
ámbito de la medicina satisfactiva. A medida que vaya exponiendo los diversos
argumentos, teorías y opiniones al respecto, se podrá comprobar que la
naturaleza jurídica de dicha relación no queda absolutamente clara, porque en
no pocos casos tampoco está clara la distinción entre la medicina de medios y
la medicina de resultados. En ocasiones se dirá que una determinada
intervención médica o quirúrgica comparte una naturaleza híbrida entre medicina
curativa y satisfactiva, lo que nos conduce a
calificar la relación médico-paciente como una categoría atípica de contrato
intermedio entre el arrendamiento de servicios y el arrendamiento de obra.
Tendremos ocasión
de analizar de forma más detallada la diferenciación entre el arrendamiento de
servicios y el arrendamiento de obra en el ámbito material que nos ocupa, por
ser la apreciación más cercana a la verdadera naturaleza jurídica de la
relación entre el profesional sanitario y el usuario de los servicios médicos.
No obstante, es necesario hacer mención de forma previa a otras teorías que se
han formulado acerca de la naturaleza jurídica de dicha relación. Fuera de la
distinción anteriormente mencionada, se ha considerado que el contrato que une
al médico y al paciente presenta unas
características sui generis que le permiten compartir a veces la
naturaleza jurídica del mandato. Incluso un amplio sector doctrinal sostiene
que la situación de riesgo que genera la actividad del médico obliga a exigir
responsabilidad al amparo de los preceptos reguladores de la responsabilidad
extracontractual, lo que les lleva a concluir que, en el fondo, carece de
importancia si la naturaleza de la relación entre el médico y el paciente es o
no contractual; esta teoría podría ser aplicable a los supuestos en que el
médico actúa en el ámbito de una organización estatal, como miembro de ella,
donde la relación queda definida como una prestación de un servicio público que
hace imposible la relación contractual entre las partes. Sin embargo, esta
teoría simplifica en exceso el problema, porque no siempre la prestación de los
servicios médicos se desenvuelve en aquel ámbito público; además, la actual
organización asistencial en España permite la libre elección de facultativo, lo
que genera un vínculo entre el médico y el paciente que va más allá del mero
servicio público, surgiendo otras motivaciones personales y un grado de
confianza en la profesionalidad del facultativo elegido que justifica el
nacimiento de otra clase de derechos y obligaciones, diferentes a los que
surgen de los servicios sanitarios públicos analizados en conjunto.
La terminología
definidora de la relación contractual entre el médico y el paciente ha ido
presentando otras peculiaridades surgidas de otras tantas teorías acerca de su
naturaleza jurídica; algunas lo han calificado como contrato de actuación
médica, contrato de servicios médicos, entre otros calificativos.
Hoy día, la teoría más aceptada es la de arrendamiento de servicios, en la que
la obligación primordial que asume el médico, es una obligación de medios y no
de resultados, es decir, que el médico se obliga a prestar al paciente sus
cuidados, pero no a obtener la curación, mientras que la retribución del
facultativo será proporcional no a los resultados, sino al tiempo dedicado, al
trabajo desarrollado y a la dificultad de la intervención[3].
En definitiva, de
todas estas teorías, la más cercana a la realidad es la que califica la
relación contractual como un arrendamiento de servicios, si bien con la
matización de que en ocasiones puede convertirse en un arrendamiento de obra
cuando la intervención profesional del médico persigue un fin concreto que no
se orienta estrictamente a procurar la curación del enfermo. Esta es la tesis
mantenida por el Tribunal Supremo en su amplia Jurisprudencia al respecto.
Resultan esclarecedores los argumentos recogidos en el Fundamento de Derecho
Séptimo de la Sentencia de la Sección 19 de la Audiencia Provincial de Madrid,
de 14 de Septiembre de 1998, en la que, con mención de la Jurisprudencia del
Tribunal Supremo, estudia la distinción entre el arrendamiento de servicios y
el arrendamiento de obra, a partir de la diferenciación entre medicina curativa
y medicina satisfactiva:
“Al efecto, conviene tener en cuenta que ya
esta Sala por Sentencia de 25 de Abril de 1994 se pronunció distinguiendo en un
caso semejante de operación de vasectomía, la naturaleza de las obligaciones
que comporta la actuación médica o médico quirúrgica, cuando se trata de curar
o mejorar a un paciente de aquella otra en la que se acude al profesional para
obtener, en condiciones de normalidad de salud, algún resultado que
voluntariamente quiere conseguir. Mantiene, en este orden, refiriéndose al
primer aspecto, que, a la hora de calificar el contrato que une al paciente con
el médico a cuyos cuidados se somete, la jurisprudencia en doctrina constante,
lo ha considerado como de arrendamiento de servicios y no de arrendamiento de
obra, en razón a que, tanto la naturaleza mortal del hombre, como los niveles a
que llega la ciencia médica, insuficientes para la curación de determinadas
enfermedades, y, finalmente, la circunstancia de que no todos los individuos
reaccionan de igual manera ante los tratamientos de que dispone la medicina
actual (lo que hace que algunos de ellos, aun resultando eficaces para la
generalidad de los pacientes, puedan no serlo para otros) impide reputar el
aludido contrato como de arrendamiento de obra, que obliga a la consecución de
un resultado, el de la curación del paciente, que, en muchos casos, ni puede,
ni podría nunca conseguirse, dada la aludida naturaleza mortal del hombre,
entendiendo que, por tratarse de un arrendamiento de servicios, a lo único que
obliga al facultativo es a poner los medios para la deseable curación del
paciente, atribuyéndole, por tanto, y cualquiera que sea el resultado del
tratamiento, una llamada obligación de medios. Resumidamente esta obligación de
medios comprende: a) la utilización de cuantos medios conozca la ciencia médica
de acuerdo con las circunstancias crónicas y tópicas en relación con el enfermo
concreto; b)la información en cuanto sea posible, al paciente o, en su caso,
familiares del mismo del diagnóstico, pronóstico, tratamiento y riesgos, muy
especialmente en el supuesto de intervenciones quirúrgicas. Este deber de
información en las enfermedades crónicas, con posibles recidivas o
degeneraciones o evolutivas, se extiende a los medios que comporta el control
de la enfermedad, y c) la continuidad del tratamiento hasta el alta y los
riesgos de su abandono. En cuanto al segundo aspecto la meritada
sentencia expresa que, si las anteriores obligaciones médicas pueden predicarse
en los supuestos en los que una persona acude al mismo para la curación de una
enfermedad o cuadro patológico, y en los que, como se ha dicho anteriormente,
el contrato que liga a uno y otro cabe calificarlo nítidamente como de
arrendamiento de servicios, en aquellos otros en los que la medicina tiene un
carácter meramente voluntario, es decir, en los que el interesado acude al
médico, no para la curación de una dolencia patológica, sino para el
mejoramiento de su aspecto físico o estético o, como en el estudiado en los
presentes autos, para la transformación de una actividad biológica, la
actividad sexual, en forma tal que le permita practicar el acto sin necesidad
de utilizar otros métodos anticonceptivos, el contrato, sin perder su carácter
de arrendamiento de servicios, que impone al médico una obligación de medios,
se aproxima ya de manera notoria al de arrendamiento de obra, que propicia la
exigencia de una mayor garantía en la obtención del resultado que se persigue,
ya que, si así no sucediera, es obvio que el interesado no acudiría al
facultativo para la obtención de la finalidad buscada. De ahí que esta obligación
que, repetimos, es todavía de medios, se intensifica, haciendo recaer sobre el
facultativo, no ya sólo, como en los supuestos de medicina curativa, la
utilización de los medios idóneos a tal fin, así como las obligaciones de
informar ya referidas, sino también, y con mayor fuerza aún, las de informar al
cliente, que no paciente, tanto del posible riesgo que la intervención,
especialmente si ésta es quirúrgica, acarrea, como de las posibilidades de que
la misma no comporte la obtención del resultado que se busca, y de los
cuidados, actividades y análisis que resulten precisas para el mayor
aseguramiento del éxito de la intervención, para continuar señalando que sin
entrar por ser un tema doctrinal estricto en la legitimidad de esta categoría
híbrida de contrato intermedio entre el arrendamiento de servicios y el arrendamiento de obra, no cabe duda que
el resultado en el segundo aspecto examinado actúa como una auténtica
representación final de la actividad que desarrolla el profesional, asimismo,
además, como tal resultado concreto para quien realiza la intervención, sin
que, como ocurre, cuando hay desencadenado un proceso patológico que, por sí
mismo supone un encadenamiento de causas y efectos que hay que atajar para
restablecer la salud o conseguir la mejoría del enfermo, la interferencia de
aquél en la salud eleve a razón primera de la asistencia los medios o remedios
que se emplean para conseguir el mejor resultado posible”.
En conclusión, y
pese a todas las matizaciones que existen y que al respecto puedan indicarse,
podemos afirmar que la relación entre el médico y el paciente tiene una
naturaleza contractual que en la medicina curativa o de medios se acerca a la
figura del arrendamiento de servicios, en el que el médico no adquiere la
obligación de conseguir un resultado concreto, sino tan solo de prestar su
asistencia al amparo de los principios de la Lex Artis; como se
indica en la Sentencia anteriormente transcrita, ello es así por la naturaleza
mortal del hombre y la insuficiencia de la ciencia médica para la curación de
determinadas enfermedades, por lo que sólo puede exigirse al facultativo la
prestación de medios para la deseable curación del paciente. En cambio, en la
medicina satisfactiva o de resultados, el contrato es
un arrendamiento de obra, en el que el
médico, independientemente de la obligación de realizar la prestación usando
todos los medios exigidos por la Lex Artis, sí adquiere el compromiso de alcanzar un resultado
concreto, querido y deseado por el paciente que acude al profesional para tal
fin.
Medicina
curativa y medicina satisfactiva; medicina de medios
y medicina de resultados.
Tradicionalmente se
ha venido afirmando que la obligación del médico lo es de medios y no de
resultados; el profesional de la medicina debe procurar la salud del enfermo
mediante el uso de los medios idóneos de que disponga, pero sin considerar la
curación como un resultado ineludible y de obligado cumplimiento. Para Martínez
Calcerrada[4]
el acto médico es la prestación o actividad profesional del médico que
persigue, conforme a la técnica o arte correspondiente[5],
un efecto terapéutico o de curación del enfermo o más genéricamente la
promoción de la salud. No obstante, es ésta una afirmación que presenta
numerosas excepciones, algunas motivadas por las características peculiares de
la especialidad médica a la que en cada momento nos estemos refiriendo, y otras
por la finalidad que en sí misma se persigue cuando surge la relación entre el
médico y el paciente. En el primer caso nos estamos refiriendo a las
especialidades que sirven de apoyo al diagnóstico, tales como el
Radiodiagnóstico o los Análisis Clínicos, en las que es necesario un resultado
en sí mismo considerado. En el segundo caso, atendemos a la cada vez más
extendida y frecuente medicina satisfactiva, en la
que no se pretende la curación del enfermo, sino un resultado concreto querido
por el mismo y ofrecido por el médico; es el caso de la Cirugía Estética, de
las operaciones de vasectomía, de ligadura de trompas, que en multitud de casos
y salvo escasas excepciones, no son propuestas por prescripción facultativa en
beneficio de un determinado problema de salud, sino buscadas voluntariamente
por el paciente con el objetivo de mejorar su aspecto físico o su bienestar
personal. Es esta medicina la que rompe el criterio habitual anteriormente
expuesto; en ella el resultado sí es el objetivo último de la intervención del
médico.
Diferenciar entre
medicina curativa y medicina satisfactiva, o lo que
es igual, entre medicina de medios y medicina de resultados, no es algo carente
de importancia, pues las consecuencias de la actuación del profesional
sanitario ante una presunta negligencia
serán muy distintas, dependiendo del tipo de intervención. Igualmente, será una
distinción a tener muy presente de cara a la información que habrá de
suministrarse al paciente, quien deberá saber, entre otras cosas, si el médico
asumirá una obligación de medios o, por el contrario, la obligación de
conseguir un resultado concreto. La Sentencia de la Sala 3ª del Tribunal
Supremo, de 3 de Octubre de 2000 -Magistrado Ponente Sr. Xiol
Ríos- manifiesta en su fundamento de Derecho noveno:
“ (...) es preciso hacer referencia a la
distinción existente, en materia sanitaria, entre la medicina curativa y la
medicina satisfactiva, consistente, a grandes rasgos,
en que la primera es una medicina de medios que persigue la curación y la
segunda una medicina de resultados a la que se acude voluntariamente para
lograr una transformación satisfactoria del propio cuerpo. En la primera la
diligencia del médico consiste en emplear todos los medios a su alcance para
conseguir la curación del paciente, que es su objetivo; en la segunda no es la
necesidad la que lleva a someterse a ella, sino la voluntad de conseguir un
beneficio estético o funcional y ello acentúa la obligación del facultativo de
obtener un resultado e informar sobre los riesgos y pormenores de la
intervención.
Esta distinción, aplicada al campo de la
cirugía, ha permitido diferenciar entre una cirugía asistencial que identificaría
la prestación del profesional con lo que, en el ámbito del Derecho Privado, se
asocia con la locatio operarum
y una cirugía satisfactiva (operaciones de cirugía
estética u operaciones de vasectomía, como la presente) que la identificaría,
en el mismo terreno de las relaciones entre particulares, con la locatio operis, esto es, con el
reconocimiento del plus de responsabilidad que, en
último caso, comporta la obtención del buen resultado o, dicho con otras
palabras, el cumplimiento exacto del contrato en vez del cumplimiento
defectuoso (sentencia de la Sala 10 de este Tribunal de 11 Feb.
1997, núm. 83/1997, Rec. 627./1993).
El resultado en la cirugía satisfactiva, opera como auténtica representación final de
la actividad que desarrolla el profesional, de tal suerte que su consecución es
el principal criterio normativo de la intervención. Por el contrario, cuando se
actúa ante un proceso patológico, que por sí mismo supone un encadenamiento de
causas y efectos que hay que abordar para restablecer la salud o conseguir la
mejoría del enfermo, la interferencia de aquél en la salud convierte en
necesaria la asistencia y eleva a razón primera de la misma los medios que se
emplean para conseguir el mejor resultado posible. El criterio normativo
aplicable se centra entonces en la diligencia y adecuación en la instrumentación
de aquellos, teniendo en consideración las circunstancias.”
Este esquema
diferencial entre medicina de medios y de resultados, con las peculiaridades
que en cada caso se indican en la Sentencia anteriormente transcrita, se ha declarado de forma reiterada por el
Tribunal Supremo, en especial desde su Sentencia de 25 de Abril de 1994,
insistiendo en que la medicina satisfactiva sobrepasa
el ámbito de una obligación de medios para acercarse, aunque no se confunda del
todo, a una obligación de resultado.
La relación de causalidad entre la falta de
consentimiento informado y el daño causado.
Entrando ya a analizar las consecuencias de la falta de consentimiento informado, quiero tomar como punto de origen la opinión de que ante un supuesto de infracción del deber de información debida al paciente, se produce una imputación objetiva al médico infractor, del daño sufrido por aquel[6]. Así, debemos entender que cuando el paciente es sometido a un tratamiento o intervención quirúrgica, de cuyo resultado se derivan graves perjuicios para su salud de los cuales aquel no había sido informado, o lo había sido incorrectamente, dichos perjuicios deben ser imputados al médico que infringió su deber de información; y ello aun a pesar de que en el desarrollo de el tratamiento instaurado o la intervención realizada se haya empleado un correcto uso de la lex artis, ya que el objeto de protección aquí, no es otro sino el derecho del paciente a conocer cuales son los riesgos, ya no sólo los más probables del tratamiento o intervención a la que va a ser sometido, sino incluso, “los riesgos poco frecuentes, cuando sean de especial gravedad y estén asociados al procedimiento de acuerdo con el estado de la ciencia” [7], y en base a dicho conocimiento, decidir sobre su sometimiento o no al citado tratamiento o intervención quirúrgica. Por tanto, la relación de causalidad que debe establecerse aquí, une el incumplimiento del médico obligado a informar a su paciente, con el resultado que supone los daños provocados por el tratamiento o intervención a la que el enfermo es sometido. Y es que en este supuesto el médico priva al paciente de su derecho de autodeterminación, ejercitando una facultad que tan sólo pertenece al ámbito de la voluntad del enfermo, con lo que el resultado que se produce es la asunción por parte del profesional de todos los riesgos que entraña el tratamiento que instaura y por tanto, en consecuencia, de los daños que éste provoque.
Partiendo de esta premisa,[8] es de la única forma por la cual podemos entender racional y objetivamente que un profesional que incumple su deber de información al paciente, responda de igual manera y, lo que es más importante, en la misma medida que uno que en su actuación médica, incumple el deber de aplicación correcta de la lex artis. Y es aquí donde enlazamos con la cuestión del cuantum indemnizatorio, en cuanto sólo manteniendo la tesis aquí defendida, podemos considerar que la valoración de los daños provocados ante un incumplimiento del consentimiento informado, se hace de forma fundamentada y no, por el contrario, dejándose[9] “a la imaginación de los jueces”.
Así, esta es
la doctrina que vemos aplicada en resoluciones jurisprudenciales como la
Sentencia del Tribunal Supremo (Sala 1ª) de 26 de septiembre de 2000, ya que
aunque expresamente esta resolución no entre a plantear la cuestión de la
relación de causalidad, debemos entender que acepta implícitamente la
existencia de la misma en el supuesto debatido, ya que de otro modo no podría
entenderse que la misma contenga una condena por la totalidad de la
indemnización solicitada. Así, dicha sentencia resuelve sobre un supuesto en el
cual como resultado de una operación de estapedectomía
en el oído izquierdo realizada al actor, éste había perdido la audición del
mismo, produciéndosele una cofosis total, cuadro de acúfenos, necesitando tratamiento psicoterapéutico;
estimando la Sala Primera haber lugar al recurso de casación planteado por el
demandante, tras la desestimación de la demanda en primera y segunda instancia,
fijando la indemnización en 35.000.000 pesetas con lo que indemnizaba todo el
daño experimentado por el actor[10]. La
citada sentencia establece como fundamento para llegar a dicha resolución, que
“Con este actuar profesional el demandado asumió por sí solo los riesgos, de
la intervención, en lugar de la paciente, como declaró la S. 23-4-92, ya que se
trata de omisiones culposas por las que se debe responder, derivadas de la
necesidad de que la información ha de ser objetiva, veraz, completa y
asequible”. De este modo, podemos comprobar como en esta Sentencia se
recoge en la esencia del fallo de la misma, la vulneración del derecho de
autodeterminación del paciente que se produce como consecuencia del
incumplimiento del médico de su deber de información, entendiendo que con ello
éste asume los riesgos que puedan derivarse de su intervención profesional,
algo que es lo mismo que reconocer claramente que entre su actuación y los
daños producidos en el enfermo existe una determinante relación causa-efecto.
En el mismo sentido podemos citar aquí la Sentencia del Tribunal Superior de
Justicia de Navarra de 6 de Septiembre de 2002[11], y
en la cual se indemniza a la clínica demandada a abonar la totalidad de los
daños sufridos por la niña Nagore. E igualmente la
antes referenciada Sentencia del Tribunal Supremo de 23 de Abril de 1992, en la
cual tratándose de un supuesto donde la actora, una niña, sufría una escoliosis
dorsal directa idiopática, es operada y como
consecuencia de la operación resultan unas secuelas irreversibles consistentes
en parálisis de las extremidades inferiores, lo cual le obliga a depender de
por vida de una silla de ruedas, se condena al centro médico donde la niña es
operada por estimar que “no se advirtió a la madre de Mónica de los riesgos
de la operación ni de las otras alternativas, para que ella decidiera”,
ello unido a que se daba la circunstancia de que la intervención que le fue
realizada “no era ineludible y necesaria, siendo posibles otros tratamientos
alternativos, evitándose así el alto riesgo de la intervención quirúrgica que
se le practicó”. Con lo que nuevamente aquí la Sala reconoce el criterio
que venimos manteniendo, en cuanto el centro médico con su actitud y falta de
información a la madre de la paciente, asumieron competencias que no le eran
propias, cuales eran la autonomía, en este caso de la madre de la paciente,
para decidir sobre el tipo de tratamiento o intervención quirúrgica que debía
recibir su hija. Citando el propio texto de la Sentencia referida: “Éstas
son actividades y omisiones culposas, que llevan a la Sala de Apelación a
sostener fundadamente que los demandados asumieron los riesgos por sí solos, en
lugar de la paciente o de la persona llamada a prestar su consentimiento tras
una información objetiva, veraz, completa y asequible”.
No obstante, frente a los antes citados pronunciamientos jurisprudenciales que, entendemos, aceptan la existencia de una relación de causalidad que justifica el sentido condenatorio de los mismos, aunque en su texto no entren a debatir dicha cuestión, nos encontramos también ante supuestos en los que claramente se establece que el tema de la falta de consentimiento informado no debe ser planteado en términos de relación de causalidad. En este sentido la Sentencia del Tribunal Supremo de 2 de Julio de 2002, en la cual se decide sobre el supuesto de un paciente que al ser operado de una vasectomía se le provoca una atrofia en uno de sus testículos, entiende que: “no se plantea un problema de si se da o no una “relación de causalidad” entre una desinformación negligente y el resultado dañoso producido, sino si la información, recibida fue la debida para prestar el consentimiento o conformidad a la intervención, sin que quepa duda que el riesgo de complicación tiene entidad suficiente APRA considerar seriamente la decisión de no someterse a la operación. Es por ello, por lo que debe quedar claro que carece de relevancia que no se haya probado una negligencia médica en la práctica de la intervención ni en el postoperatorio.” Vemos aquí, que no obstante tratarse de un supuesto donde se indemniza al actor íntegramente por el daño sufrido, se entiende sin embargo que no existe relación de causalidad alguna entre, de un lado, la falta de información del médico al paciente sobre los riesgos que podía presentar la intervención a la que iba a ser sometido y, de otro, los daños que dicha intervención quirúrgica producen en el mismo. Por tanto, nos encontramos aquí en uno de esos supuesto donde difícilmente podemos explicarnos a qué motivo obedece el hecho de que ante un supuesto de culpa por falta de información por parte del médico, se le condena en la misma medida que se le hubiera condenado si se tratara de un supuesto de culpa por negligencia en la práctica de la pericia médica.
Otro ejemplo similar al anterior, lo encontramos en la Sentencia del Tribunal Supremo (Sala 3ª) de 4 de Abril de 2000, en la cual al resolver sobre la indemnización solicitada por el actor que sufre una paraplejía como consecuencia de la intervención quirúrgica a la que es sometido, y en la que se indemniza por una cantidad menor a la solicitada como integridad del daño sufrido, establece que efectivamente ha existido una vulneración del deber de información al paciente y obtención de su consentimiento informado por parte de los profesionales médicos que le asistieron, pero que sin embargo ello no justifica una imputación causal del resultado dañoso a dicha falta de información, y ello por cuanto se considera probado que la intervención quirúrgica realizada era “prácticamente necesaria”, y asimismo que la decisión médica de actuar de forma inmediata era la más aceptable para cualquier otro profesional que se encontrara en ese mismo supuesto. Así, tras este razonamiento la citada resolución entiende que: “Los daños corporales derivados de la operación no están, pues, ligados al funcionamiento anormal del servicio público sanitario y no son indemnizables.” Y por tanto a la hora de indemnizar por la falta de información debida al paciente, acude al concepto de daño moral, entendiéndolo como un daño diferente al que resulta de la complicación derivada de la intervención médica. En los propios términos de la Sentencia, ésta concluye que “Esta situación de inconsciencia provocada por la falta de información imputable a la Administración sanitaria del riesgo existente, con absoluta independencia de la desgraciada cristalización en el resultado de la operación, que no es imputable causalmente a dicha falta de información o de que ésta hubiera tenido buen éxito, supone por sí misma un daño moral grave, distinto y ajeno al daño corporal derivado de la intervención.”
Vemos por tanto que aun tratándose todos ellos de pronunciamientos jurisprudenciales en los que se declara probado que ha existido una vulneración del deber de información al paciente por parte de los profesionales médicos, no todos ellos comparten la misma fundamentación jurídica a la hora de justificar su fallo, e incluso difieren en la valoración del daño provocado por dicho incumplimiento. No obstante, no puedo sino seguir manteniendo mi opinión acerca de que la única fundamentación razonable que puede justificar una declaración de responsabilidad civil en supuestos de incumplimiento del consentimiento informado, es la de admitir que existe una relación de causalidad entre la actuación negligente del médico en este caso, el cual no cumple como le viene exigido con el deber de informar debidamente al paciente sobre las consecuencias y riesgos que pueden derivarse del tratamiento o intervención a la que el mismo va a ser sometido, y los daños que finalmente sufre el enfermo como consecuencia de dicho tratamiento o intervención quirúrgica. Y es que sólo así, vuelvo a insistir, podemos entender que las consecuencias derivadas para el profesional médico por su falta de información al paciente, sean las mismas que las que se derivan de su falta de pericia en la práctica médica, de ahí por tanto la clara dependencia existente, a mi juicio, entre la constatación de la existencia de una relación de causalidad y la determinación del cuantum indemnizatorio.
Necesidad
de una regulación del consentimiento informado.
Los continuos
cambios sociales, junto a la evolución del pensamiento y pautas de
comportamiento de los individuos, obligan a operar una constante adecuación y
acomodación del ordenamiento jurídico a la realidad social del tiempo en que
han de ser aplicadas las normas. No cabe duda que en esa evolución social, la
relación entre el médico y el paciente ha cambiado sustancialmente, pasando del
paternalismo y la mutua confianza, a relaciones más complejas en las que
confluyen otros elementos ajenos a la Medicina, entre los que cabe destacar los
elementos jurídicos, económicos, informativos y culturales que han derivado en
una creciente exigencia de responsabilidad a los profesionales sanitarios, ya
que el paciente es más consciente y conocedor de sus derechos como usuario de
los servicios médicos y de los mecanismos necesarios para hacerlos valer; en un
principio la relación entre el médico y el paciente fue singular, directa y
bilateral, mientras que en la actualidad está siendo sustituida por formas
colectivas, indirectas y tripartitas[12].
Todo esto influye decisivamente en la situación actual, en la que, en
definitiva, asistimos a la judicialización y
conflictividad de la relación entre el paciente y el profesional sanitario.
Frente a ese
progresivo aumento de la conflictividad, la respuesta legal ha sido lenta y
escasa. La evolución normativa ha ido ofreciendo soluciones al problema, aunque
no con la puntualidad que la nueva realidad social viene exigiendo, y menos aún
con el rigorismo que exige una materia tan importante como el consentimiento
informado en la práctica médica, amén de otros aspectos peculiares de la
relación entre el médico y el paciente que vienen necesitando de una regulación
legal más acorde con los tiempos en que vivimos. Con ello no se quiere decir
que esos problemas hayan carecido de una
regulación legal sobre la que fuese posible construir sus principios
informadores y establecer los criterios a seguir en el ejercicio de los
derechos del paciente y en la reclamación de responsabilidad; sin embargo, sí
se echaba en falta una regulación legal específica y acorde con la importancia
del sector, que permitiera superar las lagunas legales y la dispersión
normativa. Históricamente, ha sido la Jurisprudencia la que ha complementado el
ordenamiento jurídico en la materia que nos ocupa, recurriendo a una normativa
dispersa que va desde los artículos 43 y 51.1 y 2 de la Constitución, o los
apartados quinto y sexto del artículo 10 de la Ley General de Sanidad, hasta
los artículos 2.1 d) y 13 de la Ley General para la Defensa de los Consumidores
y Usuarios, pasando por la normativa reguladora de las obligaciones y contratos
en el Código Civil, o los preceptos específicos referidos a los arrendamientos
de obra y servicios y a la responsabilidad extracontractual; sin olvidar
normativa y documentos de contenido ético, como los artículos 18 y 22 del
Código de Deontología Médica o el Convenio del Consejo de Europa para la protección de los derechos humanos y la
dignidad del ser humano respecto a las aplicaciones de la biología y la
medicina[13], suscrito en Oviedo el 4
de Abril de 1997, en vigor en España desde el 1 de Enero de 2000, así como
otras disposiciones dispersas de clara referencia a esta materia: artículo 4 de
la Ley sobre Extracción y Transplante de Órganos de 27 de Octubre de 1979,
artículo 2.4 de la Ley de Autopsias Clínicas de 21 de Junio de 1980, artículo
2.2 de la Ley sobre Técnicas de Reproducción Humana de 22 de Noviembre de 1988.
En la medida en que
se ha elaborado una amplia jurisprudencia al respecto, con apoyo en numerosos
estudios doctrinales, la misma debía servir de base para una regulación legal
específica que atendiera a cuantos derechos y obligaciones surgen de la relación
entre el médico y el paciente, y en concreto la peculiar configuración de las
reglas que rigen el consentimiento informado, ofreciendo respuesta a una
materia de innegable trascendencia, al igual que ha ocurrido con otros sectores
sociales y profesionales, como es el caso de la ordenación de la edificación,
con la reciente Ley 38/1999, de 5 de Noviembre, en la que precisamente se ha
regulado singularmente la responsabilidad de los profesionales de este sector,
las reglas para mejorar el servicio, las actuaciones de obligado cumplimiento,
etc, todo ello en beneficio del usuario de los servicios prestados en la
construcción. No cabe duda que una regulación normativa específica de los
derechos y obligaciones derivados de la relación entre el médico y el paciente,
de la forma en que se ha hecho con el sector de la edificación, evitaría la
conflictividad y facilitaría la tarea de los Tribunales en la determinación de
la responsabilidad por una posible información defectuosa al paciente, al
tiempo que los médicos sabrían con mayor exactitud cuándo están actuando
correctamente al transmitir al paciente la información y evitar así ser
responsables de las complicaciones posteriores a su actuación.
Como primera
conclusión, podemos afirmar que la información al paciente por parte del
profesional de la medicina es un derecho, a la vez que una obligación, de gran
importancia, merecedora de una regulación específica, más acorde con su
singular trascendencia. El derecho a la información, en general, ya era
conocido y considerado desde antiguo, pudiendo citarse, entre otras, las
referencias contenidas en la Sentencia del Tribunal Supremo de 5 de Enero de
1917. No obstante, fue sin duda la Constitución Española de 1978 el texto que
puso de relieve su importancia al proclamar en esencia en su artículo 51 el
principio de defensa del consumidor, precepto éste que motivó a su vez la
promulgación de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios
26/1984, de 19 de Julio, cuyo artículo 2.1 d) establece como derecho básico del
consumidor el de la información correcta
sobre los diferentes productos o servicios, que es fundamentalmente
desarrollado en su posterior artículo 13 que ha tenido una repercusión práctica
indudable, sobre todo en orden a los servicios o actividades, en los que aquel
que los presta debe transmitir una especial información, a veces asesoramiento,
cuando no consejo, que ha llegado a acuñar una especial terminología como ésta
del consentimiento informado. La
importancia del deber informativo, como autónomo e independiente, de
configuración propia, alejado de otras figuras afines en los que en principio
descansó, como la del dolo omisivo, o el del
principio de buena fe o lealtad contractual -art. 1258 del Código Civil-, ha
tenido especial repercusión en el ámbito de la medicina.
Pero en la medida
en que el consentimiento informado y cuanto de ello se deriva no ha sido objeto
de un mayor y más claro desarrollo legal en el momento en que éste ha venido
siendo necesario, se ha tenido que atender –y aún se ha de seguir observando
con atención- al contenido de la normativa dispersa ya citada, su
interpretación jurisprudencial y cuantos documentos se han elaborado y
divulgado entre los propios profesionales de la medicina para conocer y cumplir
sus obligaciones frente a los pacientes. En esa labor de estudio y conocimiento
del consentimiento informado, es preciso seguir un esquema previo a su análisis
específico, cuya lógica nos ayudará a comprender mejor su contenido. Es
necesario determinar cuál es la naturaleza jurídica de la relación entre el
médico y el paciente -habrá que atender igualmente a la distinción que en
materia sanitaria existe entre medicina curativa y medicina satisfactiva-;
de ello se deriva el contenido de la diligencia médica que debe prestarse en
cada actuación, en la que el consentimiento informado jugará un papel
fundamental.
Definitivamente, el
Legislador ha comprendido la gran importancia que para la sociedad en su
conjunto tiene una materia como la que nos ocupa. Por ello, recientemente se ha
ido dando respuesta a los problemas que se ocasionaban a consecuencia de
aquella laguna legal; en el impulso legislativo al que estamos asistiendo ha
sido determinante el contenido del Convenio de Oviedo de 4 de Abril de 1997,
referido explícitamente y con detenimiento a la necesidad de reconocer, en
diversos aspectos y con una gran extensión, los derechos de los pacientes,
entre los cuales resaltan el derecho a la información, el consentimiento
informado y la intimidad de la información relativa a la salud de las personas,
persiguiendo el alcance de una armonización de las
legislaciones de los diversos países en esta materia.
La Ley básica reguladora de la autonomía del
paciente y de derechos y obligaciones en materia de información.[14]
Como parte final de este
artículo, creo interesante completarlo, haciendo mención a los aspectos
esenciales sobre el contenido del tan mencionado deber de información al
paciente y el consentimiento informado, desde la nueva Ley básica reguladora de
la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de
información y documentación clínica. Así, dicha Ley recoge en su artículo 2,
como segundo principio básico de la misma que “Toda actuación en el ámbito de la sanidad
requiere, con carácter general, el previo consentimiento de los pacientes o
usuarios. El consentimiento, que debe obtenerse después de que el paciente
reciba una información adecuada, se hará por escrito en los supuestos previstos
en la Ley.”
Y en el igual sentido el principio básico
sexto del mismo artículo establece que: “Todo profesional que interviene en la actividad asistencial está
obligado no sólo a la correcta prestación de sus técnicas, sino al cumplimiento
de los deberes de información y de documentación clínica, y al respeto de las
decisiones adoptadas libre y voluntariamente por el paciente.”
Vemos así, que se parte como principio general del respeto al derecho de autodeterminación del enfermo, el cual sólo podrá ser efectivo si el profesional médico cumple correctamente con su deber de información al mismo, y ello con el objeto de que éste pueda formular, de forma fundamentada, su libre consentimiento para ser sometido a aquél tratamiento o intervención quirúrgica que requiera su estado de salud. Y ello entendiendo por consentimiento informado aquel que, tal y como define el artículo 3 de la citada Ley:
“Consentimiento informado: la conformidad libre, voluntaria y consciente de un paciente, manifestada en el pleno uso de sus facultades después de recibir la información adecuada, para que tenga lugar una actuación que afecta a su salud”.
De este modo, el derecho de información del paciente se considera un derecho fundamental del mismo y como tal se regula en esta nueva Ley, donde se establecen los requisitos que deberá de cumplir dicha información para que la misma pueda considerarse una información correcta, capaz de proporcionar al enfermo todos los datos suficientes para que éste pueda hacer un juicio valorativo sobre las consecuencias que pueden derivarse de su sometimiento o no al tratamiento o intervención quirúrgica que le ha sido propuesta. En esta linea, el artículo 4 de la LBAPIC regula el derecho de información sanitaria, estableciendo en su apartado primero que:
“Los
pacientes tienen derecho a conocer, con motivo de cualquier actuación en el
ámbito de su salud,
toda la información disponible sobre la misma, salvando los supuestos
exceptuados por la Ley. Además, toda persona tiene derecho a que se respete su
voluntad de no ser informada. La información, que como regla general se
proporcionará verbalmente dejando constancia en la historia clínica, comprende, como mínimo, la finalidad
y la naturaleza de cada intervención,
sus riesgos y sus consecuencias.”
Y continúa dicho artículo en su
apartado segundo y tercero, ampliando dicho deber de información a todos
aquellos profesionales médicos que intervengan mediante actuaciones
asistenciales al enfermo, imponiéndoles además la obligación de transmitir
dicha información de una forma que sea totalmente comprensible para aquel, ya
que sólo de este modo cumplirá con el fin de que dicho enfermo conozca
realmente el alcance del tratamiento que está recibiendo. Así, dicho texto
legal establece:
“2. La información clínica forma parte de todas las actuaciones
asistenciales, será verdadera, se comunicará al paciente de forma comprensible
y adecuada a sus necesidades y le ayudará a tomar decisiones de acuerdo con su
propia y libre voluntad. 3. El médico responsable del paciente le garantiza el
cumplimiento de su derecho a la información. Los profesionales que le atiendan
durante el proceso asistencial o le apliquen una técnica o un procedimiento
concreto también serán responsables de informarle.”
En cuanto al titular del derecho a la información asistencial, aparte del paciente, podrán serlo también en determinadas ocasiones las personas vinculadas a él por razón de parentesco o cercanía. De este modo, cuando el enfermo carezca de capacidad suficiente para entender la información que le es suministrada, se obtará por informar a esas otras personas vinculadas al mismo. Así, el artículo 5 de la LBAPIC regula estos supuestos en el sentido siguiente:
“1. El titular del derecho a la información es el paciente. También
serán informadas las personas
vinculadas a él, por razones familiares o de hecho, en la medida que el
paciente lo permita de manera expresa o tácita.
2. El paciente será informado, incluso en caso de incapacidad, de modo
adecuado a sus posibilidades de comprensión, cumpliendo con el deber de
informar también a su representante legal.
3. Cuando el paciente, según el criterio del médico que le asiste,
carezca de capacidad para entender la información a causa de su estado físico o
psíquico, la información se pondrá en conocimiento de las personas vinculadas a
él por razones familiares o de hecho.
4. El derecho a la información
sanitaria de los pacientes puede limitarse por la existencia acreditada de un
estado de necesidad terapéutica. Se entenderá por necesidad terapéutica la
facultad del médico para actuar profesionalmente sin informar antes al
paciente, cuando por razones objetivas el conocimiento de su propia situación
pueda perjudicar su salud de manera grave. Llegado este caso, el médico dejará
constancia razonada de las circunstancias en la historia clínica y comunicará su
decisión a las personas vinculadas al paciente por razones familiares o de
hecho.”
Podemos comprobar como en este último apartado se regula uno de los supuestos con los que frecuentemente nos encontramos ante un caso de enfermedad terminal, por ejemplo, en el cual el profesional médico considera más apropiado para el estado emocional y capacidad de reacción del paciente, reservarse cierta información sobre su estado de salud real o sobre las consecuencias del tratamiento al que va a ser irremediablemente sometido. Dicha reserva de información, vemos que tendrá que constar en la historia clínica del enfermo y ello junto a las razones específicas que han llevado al médico a tomar dicha decisión.
Y entrando ahora de manera especial en la regulación del Consentimiento Informado, como manifestación del ejercicio de autodeterminación del paciente, la LBAPIC en su artículo 8, establece qué debemos entender por tal consentimiento, en qué forma debe prestarse según las circunstancias ante las que nos encontremos, frente a qué tipo de actuaciones médicas debe prestarse y cuales son su límites:
“Consentimiento informado
1. Toda actuación en el ámbito de la salud de un paciente necesita el
consentimiento libre y voluntario del afectado, una vez que, recibida la información
prevista en el artículo 4, haya valorado las opciones propias del caso.
2. El consentimiento será verbal por regla general. Sin embargo, se
prestará por escrito en los
casos siguientes: intervención quirúrgica, procedimientos diagnósticos y
terapéuticos invasores y, en general, aplicación de procedimientos que suponen
riesgos o inconvenientes de notoria y previsible repercusión negativa sobre la
salud del paciente.
3. El consentimiento escrito del paciente será necesario para cada una
de las actuaciones especificadas en el punto anterior de este artículo, dejando
a salvo la posibilidad de incorporar anejos y otros datos de carácter general,
y tendrá información suficiente sobre el procedimiento de aplicación y sobre
sus riesgos.
4. Todo paciente o usuario tiene derecho a ser advertido sobre la
posibilidad de utilizar los procedimientos de pronóstico, diagnóstico y
terapéuticos que se le apliquen en un proyecto docente o de investigación, que
en ningún caso podrá comportar riesgo adicional para su salud.
5. El paciente puede revocar libremente por escrito su consentimiento en
cualquier momento.”
Finalmente el artículo 10 establece las condiciones que deberá cumplir la información suministrada al paciente, de forma que ésta sea capaz de proporcionar a aquel la información necesaria para prestar su consentimiento de manera plenamente consciente:
“Condiciones de la información y consentimiento por escrito
1. El facultativo
proporcionará al paciente, antes de recabar su consentimiento escrito, la información básica siguiente:
a) Las consecuencias relevantes o de importancia que la intervención
origina con seguridad.
b) Los riesgos
relacionados con las circunstancias personales y profesionales del paciente.
c) Los riesgos
probables en condiciones normales, conforme a la experiencia y al estado de la
ciencia o directamente relacionados con el tipo de intervención.
d) Las contraindicaciones.
2. El médico responsable deberá ponderar en cada caso que cuanto más
dudoso sea el resultado de una intervención más necesario resulta el previo
consentimiento por escrito del paciente.”
Con todo lo anterior, considero que esta nueva Ley será desde ahora un instrumento imprescindible a la hora de la aplicación de la doctrina ya existente, sobre el tema del derecho de información del paciente y el consentimiento informado; instrumento que deberemos aplicar y desarrollar en la práctica diaria para conseguir así una interpretación jurisprudencial sobre determinados aspectos que esta Ley, como muchas otras normas jurídicas, no deja suficientemente claros.
Así, uniendo estas referencias sobre el contenido mínimo que debe cumplir la información suministrada por aquellos profesionales médicos encargados de la curación de un determinado paciente, a la concepción aquí defendida sobre cuál debe ser el fundamento último que justifique la determinación de responsabilidad ante el incumplimiento de aquella obligación de informar al enfermo, pongo fin a este artículo, con el que tan sólo se pretendía aportar unos apuntes más sobre el estudio de este interesantísimo tema.
[1] Parte del
prólogo que María Castellano Arroyo y Enrique Villanueva Cañadas, Catedráticos
de Medicina Legal y Forense de la Universidad de Granada, hicieron al libro “El
consentimiento informado en la práctica médica y el testamento vital”, Ed. Comares, Granada 2002, que
escribí junto con mi mujer.
[2] “El consentimiento informado es un tema del que bien puede afirmarse que siempre hay algo nuevo que decir; está eternamente inacabado”, Ricardo de Angel Yagüez., 2º Congreso Nacional de la Asociación Española de Abogados Especializados en Responsabilidad Civil y Seguro celebrado en Granada en Noviembre de 2002.
[3] De Lorenzo y Montoro, R., 1998, La relación
médico-paciente, en Aspectos médico-legales en Ginecología y Obstetricia.
[4] Derecho Médico, Ed. Tecnos, Madrid 1986.
[5] la llamada lex artis ad hoc,
[6] En igual sentido Ricardo de Ángel Yaguez.
[7] Art. 8.5 de la Ley gallega 3/2001. En igual sentido se pronuncia el art. 11.2 de la Ley valenciana 1/2003, pero por el contrario el art. 10.1 c) de la Ley Básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica (Ley 41/2002, de 14 de Noviembre) se refiere sólo a “Los riesgos probables en condiciones normales, conforme a la experiencia y al estado de la ciencia o directamente relacionados con el tipo de intervención”, lo que supone un rechazo implícito a la ampliación de la obligación de información que había venido efectuando la jurisprudencia más reciente, en opinión de Miquel Martín Casals. Jornada Internacional sobre Responsabilidad Civil Médica, Granada, 28 de marzo de 2003.
[8] como plantea Ricardo de Ángel.
[9] en palabras nuevamente de mi maestro, Ricardo de Angel.
[10] cuando se dice indemnizaba todo el daño, debe entenderse con la relatividad de que la indemnización en dinero es sólo un “equivalente estimado” del daño sufrido por el demandante.
[11] conocida mayormente gracias a los comentarios hechos por Ricardo de Ángel sobre la misma en el 2º Congreso Nacional de la Asociación Española de Abogados especializados en Responsabilidad Civil y Seguro celebrado en Granada en Noviembre de 2002.
[12] como indican Juan de Dios Casas Sánchez y María Soledad Rodríguez Albarrán en su obra ”Manual de Medicina Legal y Forense” (Ed. Colex, 2000).
[13] Convenio sobre los derechos del hombre y la biomedicina.
[14] Ley 41/2002, de 14 de Noviembre, que entró en vigor el 15 de Mayo de 2003.