DAÑOS CAUSADOS A LA MEMORIA
DEL DIFUNTO Y SU REPARACIÓN
MARIANO ALONSO PÉREZ
Catedrático de Derecho civil
UNIVERSIDAD DE SALAMANCA
SUMARIO:
1. Preliminar. 2. Muerte y extinción
de la personalidad. El heredero, continuador de la personalidad del causante.
Juicio crítico. 3. La memoria del difunto, “prolongación de su personalidad”:
valoraciones críticas. Ofensas a la memoria y ofensas a los familiares. Ámbitos
o manifestaciones de la memoria del difunto. 4. Contenido o aspectos de la memoria
defuncti objeto de protección: honor, intimidad e
imagen. 5. La protección civil de la personalidad pretérita: a) la defensa de
la memoria del causante: ofensas post mortem. Legitimación. b) Ofensas
anteriores al fallecimiento. Ejercicio o continuación post mortem de las
acciones protectoras. c) Formas de tutela judicial. La indemnización de daños y
perjuicios. Beneficiarios del resarcimiento. Caducidad de acciones.
Quoniam vita ipsa, qua
fruimur, brevis est, memoriam nostri quam maxime longam efficere
(C. Salustio,
De coniuratione Catilinae,
I, 3)
1. Preliminar.
La figura que nos va a
ocupar se contempla en los arts. 4-6 de la Ley
Orgánica 1/1982, de 5 de mayo, de Protección civil del derecho al honor, a la
intimidad personal y familiar y a la propia imagen, además de las implicaciones
en otros preceptos, especialmente en el art. 9. Se
trata de dar cauce por la vía aquiliana y por otras
de índole civil a los derechos fundamentales del art.
18.1 CE: honor, intimidad personal y familiar, y a la propia imagen, cuya
defensa general quedaba tradicionalmente encomendada al art.
1902 CC. Tres derechos diversos, aunque relacionados, con frecuentes nexos e
interferencias, que la LO 1/1982 trata unitariamente, aunque con matices
variados[1].
Pero, cuando estamos frente a intromisiones ilegítimas en el honor o intimidad
de una persona fallecida, el problema se complica porque la personalidad
extinta no puede ser objeto de inmisiones lesivas, ni al difunto se le puede
ofender. Las “personas fallecidas” del art. 4 de la
LO 1/1982, se ha dicho (como no podía ser menos), que ni tienen derechos, ni
son tampoco sujetos pasivos de difamación alguna. A los muertos ya nadie puede
hacerles daño[2].
Proteger legalmente la
memoria de los difuntos frente a agresiones ilegítimas, representó en su
momento un avance loable, en contraste con otras legislaciones. Pero, al mismo
tiempo, si se valoran sólo respecto de la persona muerta y no como ofensas a
los familiares, tutelan aspectos vivientes de una personalidad extinta, pero en
modo alguno derechos fundamentales, que el fallecido
ya no puede ostentar. Y desde luego, si la memoria defuncti
constituye una “prolongación de la personalidad” (Exposición de Motivos de la
LO 1/1982), algo tendrá que ver con el art. 18.1 CE,
aunque sea como efecto reflejo del precepto constitucional, frente a la opinión
de algún autor[3]. Es menester que sigamos
indagando y analizando a lo largo de este ensayo.
2. Muerte y extinción de la personalidad. El
heredero, continuador de la personalidad del causante. Juicio crítico.
El art.
32 CC determina la extinción inexorable de la personalidad civil por la muerte
de las personas. En ese momento desaparece la persona en cuanto tal, con sus atributos
y cualidades, deja de ser centro de poder y de responsabilidad; se extinguen
los derechos y relaciones personalísimas o vitalicios
que le competían; y se abre la sucesión de los restantes[4].
El muerto ya no es titular de relaciones jurídicas[5],
por lo que en el escenario jurídico relicto entran en función los sucesores o
herederos (arts. 657, 659, 661 CC), para continuar el
espectáculo formado por los derechos y obligaciones transmisibles nacidos in
capite defuncti cuando
vivía. El heredero no sólo recibe los derechos patrimoniales, sino ciertas
manifestaciones de la persona de índole moral, v.gr.,
derecho a rectificar hechos inexactos cuya divulgación pueda causarle
perjuicio, ejercitable por el heredero del dañado (art. 1º Ley 26 de marzo 1984); o ejercicio de las acciones
de reclamación de la filiación matrimonial (art. 132.
2 CC) o no matrimonial (art. 133.2 CC), bien de
impugnación de la paternidad por el heredero del marido (art.
136.2 CC), etc.; exigir el reconocimiento de la autoría y el respeto a la
integridad de la obra intelectual, o decidir su divulgación (art. 15 RDL 1/1996, de 12 de abril); continuar la acción
penal del querellante tras su muerte (art. 276 LECr.), etc.
“En todos estos casos, los
herederos o parientes reclaman derechos del difunto que subsisten en cuanto
atributos de su personalidad pretérita: el sujeto no pervive por ello, pero,
aun desaparecido, queda un resto de derechos extrapatrimoniales
que, en homenaje a una existencia anterior, pueden ser hechos valer en favor
-sobre todo- de la buena memoria del difunto, por ciertas personas como
gestores de esa buena memora: no como derechos propios. Aún tiene más claros
rasgos de actuación en cumplimiento de una voluntad pretérita la intervención
de las personas expresamente designadas para ello por el difunto, como prevén
las leyes de defensa del honor y de propiedad intelectual”. Estas palabras de Lacruz[6]
encierran contradicciones o aporías insalvables, a pesar de contener un
sustrato verdadero. En primer lugar, si
la personalidad es pretérita, fue, pero ya no es. Desaparecida la sustancia,
decía Aristóteles, desaparecen sus atributos. Si ha desaparecido el sujeto de
derecho y se ha extinguido, por ello, su personalidad, los derechos extrapatrimoniales o son trasmisibles o, de lo contrario,
terminan con su titular. No hay derechos fenecidos gestionables
por parientes o herederos, como un “resto de ellos”. No se pueden cuidar o
hacer valer relaciones jurídicas extintas, salvo que no perezcan y un nuevo
titular suceda en ellas. En cuyo caso, no hay gestión de intereses ajenos, sino
propios. Y en segundo lugar, “resto de derechos extrapatrimoniales”
y “buena memoria del difunto” son categorías distintas: o los sucesores hacen
valer ese resto jurídico transmisible, recibido como suum
ius a través del cauce hereditario; o las
personas designadas bien testamentariamente, bien
legalmente han recibido una encomienda del difunto para cuidar la defensa de su
memoria, que ni está constituida por derechos extintos con la muerte, ni menos
aún por los transmisibles. Es otra cosa, como veremos más adelante. En todo
caso, la memoria defuncti también pertenece al
pasado -ipsa mens...
praeterita meminit,
dice Cicerón[7]-, pero tiene la virtud de
fluir hacia el presente y pervivir en él con entidad propia, incluso trasvasada
a íntimos y familiares.
Parece que la personalidad
pretérita lo es menos, si pensamos que ésta, pese a la dicción apodíctica del art. 32 CC, no se ha extinguido, y el heredero es un continuador
de la personalidad del causante (Persönlichkeitsfortsetzung),
conforme expresó el ilustrado texto del § 547 del Código civil austriaco[8].
Es una de las posadas finales donde termina un largo itinerario, nacido de una
tortuosa interpretación de algunos textos emblemáticos de los juristas romanos[9],
referidos al fenómeno de la sucesión hereditaria que en Roma no era sólo asumir
in toto un complejo de relaciones jurídicas, sino perpetuar el
culto familiar (sacra familiae) y, en suma,
contribuir en el ámbito privado a perennizar la Roma aeterna
mediante la continuidad sin solución de la domus.
El heredero, durante siglos, representó, como las vestales, el símbolo del
fuego inextinguible de la Urbs.
Lo malo fue convertir una
institución genuina de Roma, con su mística político-familiar, en una realidad
jurídica moderna, incluso codificada. A ello contribuyeron algunos textos
significativos, pese a las críticas de la Glosa, que había considerado una mera
ficción la prolongación en el heredero de la personalidad del causante, y del Iusnaturalismo racionalista (en especial, de Grocio). Los últimos epígonos del Vernunftrecht,
como Leibniz y su discípulo Ch.
Wolff, contribuyeron a convertir en enseñanza
dogmática lo que tuvo un hondo significado jurídico en el Derecho romano, y con
el correr de los tiempos, en plena época clásica, designa fundamentalmente la
continuidad en el heredero de las relaciones jurídicas transmisibles de su
causante (heredes iuris successores
sunt: Ulpiano en D. 28,
5, 9, 12).
Jhering, con sarcasmo
a veces despiadado y siempre con ironía, criticó a los herederos del
Racionalismo wolffiano o de la dialéctica hegeliana,
que en este campo como en tantos otros habían jugado a la lógica del concepto.
Son famosas sus diatribas contra Gaus, el discípulo
de Hegel, o contra Huschke,
que había defendido la pervivencia de la personalidad personal y patrimonial
del causante, o frente al propio F. Lasalle, para
quien el testamento rompe la finitud del causante y convierte al heredero en
portador y continuador de la voluntad inmortal del
testador[10]. Pero las críticas no
fueron suficientes para acabar con la idea, como se prueba leyendo a ciertos
autores españoles modernos y algunas sentencias del TS. Se nos ha advertido que
en España la tesis no es necesaria ni como ficción, ni siquiera como imagen o
metáfora, pues incluso en este concepto sería inexacta: implicaría una grosera
confusión entre persona y parte (art.
1257 CC)[11]. Sin embargo, desprovista
de exageraciones[12] o de tintes poéticos[13],
la idea puede ser válida si la entendemos como los juristas romanos y el propio
Código civil (arts. 659, 661), en el sentido de
adquirir per universitatem
las relaciones jurídicas trasmisibles del causante, el encargo de cuidar de
otros intereses del difunto y continuar el ejercicio de derechos o acciones
interrumpidos por la muerte. Desaparecida inexorablemente con la extinción de
la persona la personalidad jurídica del causante, el heredero continúa en su
sola persona con el mismo título de su causante las relaciones jurídicas
activas y pasivas, y las demás posiciones jurídicas transmisibles de aquél.
Suceder es continuar en las mismas situaciones de derecho que tenía el de cuius, no destruidas por la muerte. Los herederos, por
vocación universal, son llamados ordinariamente a ser successores
in ius omne defuncti (Papiniano: D. 44,
3, 11) por el mismo título y causa que tenía su antecesor, aunque completado
por el llamamiento hereditario (testamento, contrato sucesorio, ley) que
legitima su adquisición universal.
En realidad, la voluntad del
causante o las reglas legales pueden trazar un itinerario distinto del que
sigue el heredero para hacerse cargo de los derechos y obligaciones
patrimoniales o de las posiciones jurídicas personales de su antecesor
susceptibles de continuar post mortem. El título de heredero ni es
sagrado, ni inviolable, ni inmune a las facultades decisorias del auctor hereditatis
o del legislador. Aunque el heredero sea ordinariamente actor principal del
escenario sucesorio, nada impide que otras personas (legatarios, albaceas,
allegados o amigos) reciban bienes, encomiendas fiduciarias o facultades para
ejercitar acciones, incluso autorización para pagar deudas. El caso es patente
en los arts. 4 ss de la LO
1/1982 de 5 de mayo, porque, en definitiva, la mitificación de la persona del
heredero cede ante la supremacía de la voluntad del causante o del legislador.
Los herederos son continuadores por vocación sucesoria ordinaria de la posición
jurídica transmisible del difunto (art. 661 CC), pero
no debe haber obstáculo para que el testador disponga a título particular, o
sea, al margen de la institución de heredero, del destino de algunas de sus
relaciones de derecho[14].
3. La memoria del difunto, “prolongación de su
personalidad”: valoraciones críticas. Ofensas a la memoria y ofensas a los
familiares. Ámbitos o manifestaciones de la memoria del difunto.
El non omnis moriar horaciano[15]
es incuestionable. El hombre nunca muere del todo. Perdura en el recuerdo, en
sus obras, en los sentimientos de parientes, amigos e instituciones. Hay una
continuidad histórica, afectiva y espiritual de unos hombres con otros. Vivos y
muertos se enlazan en una cadena ininterrumpida. “No
hay una existencia humana, escribió Savigny,
absolutamente aislada e independiente... Todo hombre debe valorarse, a la vez,
como miembros de una familia, de un pueblo,... y cada época como la
continuación y desarrollo de todos los tiempos transcurridos. Ninguna época
produce su mundo por sí, sino que lo hace siempre en comunidad indiscutible con
todo el pasado”[16]. Dentro de esta conexión indefinida
de unos seres con otros, tiene sentido la successio
in universum ius y la
protección de la memoria defuncti, que es
tanto como proteger lo imperecedero de él: recuerdos, afectos, buen nombre,
etc. Lo imperecedero del hombre que ha desaparecido del mundo de los vivos, lo
que llamamos su “buena memoria”, se perpetúa en herederos, allegados, íntimos o
cuerpos sociales a los que perteneció o contribuyó a crear[17].
Sin duda, la personalidad
del difunto se extinguió con la muerte, como bien señala el art.
32 CC, y no hay transmisión a los causahabientes. Pero los vivos evocan o
recuerdan aspectos, expresiones, modos de ser y pensar del fallecido. Eso es la
memoria, que sólo pervive en los vivos (parientes, conocidos, amigos), no en el
difunto. Los sucesores que aún están en la existencia prolongan en sus
recuerdos la historia ya acabada del difunto, y de ese modo la recrean post obitum[18].
“Aunque la muerte del sujeto
de derecho extingue los derechos de la personalidad, la memoria de aquél
constituye una prolongación de esta última que debe también ser tutelada por el
Derecho” (Exposición de Motivos de la LO 1/1982, de 5 de mayo). De este texto portical se deduce que la memoria defuncti
es algo vivo, pues, dada por supuesta la extinción de la personalidad por
efecto de la muerte, algo de ésta se prolonga o supervive. Es decir, es inmune
al impacto alevoso de la Parca. ¿Cómo configurar, por tanto, la memoria del
fallecido o, lo que es igual, de qué modo sobrevive a la extinción física de la
persona? Pueden presentarse diversas posiciones:
A) Puede pensarse que la
memoria del difunto como prolongación de la personalidad es una ficción, o una
imagen[19].
Sin embargo, tanto la Exposición de Motivos como el texto legal tutelan la
figura. No merecería defensa una mera ficción jurídica o una expresión
metafórica. En todo caso, la defensa de la memoria del fallecido en cuanto
prolongación de la personalidad, se justificaría propiamente iure successionis y
su defensa recaería en los herederos. Esa fue la pretensión del Grupo Comunista
del Congreso, lógica en si misma, al presentar una enmienda a la totalidad[20],
que se rechazó, atribuyendo al sucesor testamentario del difunto la defensa de
la personalidad pretérita, con el argumento clásico de que el heredero es el
continuador de la personalidad del causante.
B) La memoria defuncti se traslada al cónyuge y otros familiares más
próximos, al entender, como hace la doctrina italiana, que las ofensas a la
misma se dirigen en realidad a los sentimientos de piedad que aquéllas
tienen para con el difunto (De Cupis). A los muertos
ya no se les puede dañar, ni injuriar, pero sí, como dice Degni,
a los parientes ligados con el fallecido por lazos de solidaridad moral.
Es la tesis que en España ha
defendido el TC en conocidas sentencias, como la 231/1988 de 2 de diciembre, a
propósito del caso del diestro “Paquirri”, cuyas
escenas finales debatiéndose entre la vida y la muerte en la enfermería de la
plaza de toros, se grabaron y comercializaron con aparente violación de los
derechos a la intimidad y a la imagen del art. 18.1
CE[21].
El TC entendió que, una vez fallecida la persona, no cabe recurso de amparo
para proteger derechos que han desaparecido al extinguirse la personalidad,
pero sí cabe una violación del derecho a la intimidad personal y familiar de la
viuda del torero fallecido. “Debe estimarse que, en principio, el derecho a la
intimidad personal y familiar se extiende, no sólo a aspecto de la vida propia
y personal, sino también a determinados aspectos de la vida de otras personas
con las que se guarda una especial y estrecha vinculación, como es la familiar,
... No cabe duda que ciertos eventos que puedan ocurrir a los padres, cónyuges
o hijos tienen, normalmente y dentro de las pautas culturales de nuestra
sociedad, tal trascendencia para el individuo, que su indebida publicidad o
difusión incide directamente en la propia esfera de la personalidad. Por lo que
existe al respecto un derecho -propio y no ajeno- a la intimidad,
constitucionalmente protegible” (FJ 4 STC 231/1988).
Confirma la misma idea la STC 190/1996,de 25 de
noviembre, en que los padres de una joven fallecida junto a una carretera
demandaron a Televisión Española por difundir la noticia de que, tras examinar
el cadáver, es posible que la muerte se debiese al consumo de sustancias
estimulantes. El TC denegó el amparo a TVE no porque hubiese
dañado el honor, que no puede predicarse como derecho de la persona fallecida,
sino porque ciertas noticias pueden no detener sus efectos en el sujeto pasivo
de la difamación, sino expandirse de tal modo que alcance a personas del ámbito
familiar de aquél.
Diríamos, por tanto, que los
familiares defienden la memoria del difunto en tanto se ven afectados personal
y familiarmente. Aquélla se protege por cuanto sobrevive iure
familiae en los miembros más íntimos del círculo
conyugal y parental. Como ha defendido Igartua, la protección civil post mortem se basa en
el deber recíproco de protección existente entre los miembros de una familia.
Con ello, añade, se consigue mantener el dogma de la indisponibilidad de los
derechos de la personalidad en sentido estricto (en otras palabras, la
personalidad acaba con la muerte del sujeto) y, a la vez, restringir la
actividad de los familiares... a su ámbito exclusivo de protección[22].
La tesis que fundamenta en
los vínculos familiares la tutela de la personalidad extinta está mal planteada
civilmente. Sin duda, sólo las personas vivas son titulares de derechos
fundamentales y les basta invocar un interés legítimo para interponer recurso
de amparo (art. 162.1 b) CE). Las agresiones a la memoria
defuncti se reparan por el cauce de la
responsabilidad civil, nunca por la senda constitucional. Cuando se ofende,
injuria o vilipendia la memoria de una persona fallecida, pueden presentarse
varias situaciones, que complican la concepción anterior de la memoria del
difunto. Su traslación exclusiva a las relaciones o lazos familiares no siempre
se ajusta a la realidad. Las diversas situaciones en que la memoria supervive a
la muerte de la persona nos muestran las insuficiencias de la posición (B), que
hemos expuesto anteriormente.
C) Puede que las ofensas
afecten sólo a la personalidad extinta, a la buena fama que dejó el difunto,
pero los vivos no se sienten afectados, o no se dan por afectados. Sería el
supuesto estricto de lesiones a quien ya no se puede herir, pero la memoria,
como prolongación de la personalidad del fallecido, ha experimentado un
detrimento que conviene reparar, con independencia de que salpique a deudos o
allegados, por respeto a la dignidad del muerto, que es imperecedera, y a los
lazos indelebles que unen a vivos y muertos. Con respecto al heredero, a quien
el Derecho Romano encomendó la protección por iniuria
inferida al difunto, ya Ulpiano defendió la
conveniencia de mantener incólume la reputación del mismo (semper
enim heredis interest defuncti existimationem purgare: D. 47, 10, 1, 6-7, Ulp. 56 ad ed.). Los que
ejerciten acciones en defensa de la memoria ofendida, vienen a ser fiduciarios
o procuratores in rem
alienam. Aquí la memoria no se defiende suo iure, sino alieno
iure, en atención exclusiva al buen nombre del
difunto.
Los herederos o parientes
actúan, se dice, como gestores de la buena memoria del difunto: no como
derechos propios[23]. Ciertamente a los
muertos ya nadie puede hacerles daño, pero sucede que las personas que nos
precedieron han dejado en nosotros una memoria, un recuerdo o
imagen, de modo que el guardián de la memoria del causante actúa como un
fiduciario que no puede reclamar en interés propio[24].
Digamos, para concluir, que en este caso la memoria ofendida es como una
llamada sin respuesta propia. Si las personas legitimadas para defenderla ex art. 4 LO 1/1982 proceden a ello, lo hacen en atención
exclusiva a lavar las afrentas al difunto. Su memoria, para ser tal, evoca
sentimientos de piedad u honorabilidad ajena que los defensores quieren
salvaguardar, bien por afecto o por respeto, y en ocasiones sólo llevados por
la obtención de una ganancia indemnizatoria[25].
Designados testamentarios, parientes próximos o el Ministerio Fiscal actúan
como curadores de bienes morales no extintos por la muerte, pero tampoco
heredables ni compartidos iure familiae. Es el caso de la SAT Madrid 23 Julio 1985, en
que los hijos del fallecido ministro Alberto Martín Artajo
demandan a Ediciones Zeta S.A., cuya revista Interviu
publicó un reportaje sobre “el escándalo de los aviones sabuesos”, que el
periodista califica de estafa de veinte millones de pesetas, en la que estaba
implicado el mencionado ministro de Asuntos Exteriores, padre de los actores.
La sentencia, que confirmó íntegramente la del tribunal de instancia, entendió
no probada la noticia, carente de veracidad y difamatoria, verdadero atentado
al honor del difunto. Consideró a los demandantes “guardianes de la memoria y reputación
de su padre fallecido; auténticos fiduciarios”, y ordena que el importe de la
indemnización establecida se destine a restablecer la imagen dejada en la
sociedad por don Alberto Martín Artajo. La memoria
del difunto, en este caso, no mancha directamente la reputación de sus
familiares, se queda en el buen nombre del fallecido. Aunque siempre la
reputación de los deudos íntimos resulta impregnada, en mayor o menor grado, de
las ofensas inferidas al muerto. Así de expansiva es la memoria del difunto.
También la memoria lesionada
parece residir con exclusividad en el difunto en el caso de los ultrajes al
comandante Patiño, que pilotaba el avión trágicamente accidentado en el monte Oiz, próximo a Bilbao. Los hijos del piloto demandaron a
“El País” y “Diario 16" por violaciones al honor, intimidad e imagen con
expresiones que lo tildaban de violento, adicto a la cerveza, grosero, y otras lindeces parecidas, “expresiones... que conducen
subliminalmente a los lectores del periódico, mediante una especie de juicio
paralelo, a la conclusión de que el accidente se debió a una patente
irresponsabilidad del comandante del avión siniestrado, que pilotaba la
aeronave en condiciones anímicas y profesionales incompatibles con la
delicadeza de la función correspondiente, lo que configura por si solo una
intromisión ilegítima en el ámbito del honor y de la intimidad personal del
piloto titular del derecho lesionado y cuya memoria constituye una prolongación
de su personalidad” (STS 7 marzo 1988). Con independencia de si los comentarios
de prensa han constituido realmente violaciones al honor y de que no puede ser
el fallecido titular de ningún derecho de la personalidad, es evidente que la
memoria lesionada, por su conexión con la mala praxis profesional tal como se
le imputa, no puede incidir sobre los hijos actores más que en pequeña -aunque
inevitable- medida: los familiares siempre sufren sobre su persona las
consecuencias difamatorias del ser querido que ya no puede defenderse.
D) Una posición contraria a
la anterior sitúa la memoria defuncti en los
parientes más próximos directamente afectados por las ofensas al difunto. Como
se dice en algunas sentencias de los tribunales suizos, sentimientos íntimos de
piedad hacia los fallecidos y recuerdos de acontecimientos comunes ligan a los
vivos con aquéllos y se incorporan a nuestra personalidad. La memoria del
difunto pervive como una realidad encarnada en sus familiares, y éstos actúan
así como directamente perjudicados o prope suo iure (“casi por derecho
propio”). En realidad, esta posición se adueña de la memoria del difunto, que
sólo es defendible cuando las ofensas a la misma, jurídicamente irrelevantes,
se hacen realidad propia y autónoma en los familiares. Con buen criterio, el
legislador español de 1982 huyó de esta posición tratando de salvaguardar la
memoria del fallecido mediante el recurso prioritario a la designación
testamentaria, y sólo cuando la autonomía privada no ha funcionado, se acude
subsidiariamente a los parientes (art. 4.1 y 2). No
olvidemos que la memoria, en cuanto prolongación de la
personalidad extinta, presenta un doble aspecto: tiene su raíz en los
recuerdos, sentimientos y afectos brotados in caput
defuncti; es decir, en su dignidad imperecedera.
Por eso la necesidad de reparar los daños irrogados a la misma por injurias,
difamaciones o perversiones de su buen nombre e imagen, siempre y en primer
término. En un segundo momento, las ofensas al difunto salpican frecuentemente
a familiares, herederos y a la misma sociedad, que tiene entre sus principios
el respeto a la memoria de los difuntos y honrarlos debidamente. Tiene esa
doble expresión: está entre la muerte de la persona y la vida de
sus sucesores.
Tiene razón A.L. Cabezuelo cuando deslinda correctamente ambos
intereses que, a su vez, dan lugar a acciones distintas: podemos servir el
deseo del difunto de que su buen nombre permanezca incólume tras su muerte, en
cuyo caso defendemos un interés ajeno; o bien, la intromisión en la memoria de
un ser querido trae para familiares y allegados consecuencias injustas e
indeseables. Lo que en este caso fundamenta la demanda no es la ofensa al
recuerdo de un difunto, sino los efectos negativos en la esfera de parientes e
íntimos[26].
Entiende esta autora que dichas personas defienden un derecho propio; no reaccionan
contra un ataque a la memoria del difunto, sino contra una lesión que, directa
o indirectamente, les afecta[27].
Pero entiendo que en uno y otro caso siempre está presente la memoria defuncti: aunque los vivos defiendan su reputación
personal, o incluso su honor o intimidad mancillados, la ofensa ha partido de
la persona extinguida del difunto y, con mayor o menor intensidad, su
reputación menoscabada impregna los ultrajes a sus familiares o herederos.
E) Puede pensarse que las
personas, a las que el art. 4 LO 1/1982 encomienda la
tutela de la personalidad pretérita, sólo tienen una legitimación procesal[28].
Pero esa sería una explicación un tanto simple y vacua. La memoria se defiende
de las intromisiones ilegítimas ex art. 7 por una
serie de personas que tienen de por sí una legitimación sustantiva: bien sea la
voluntad testamentaria (art. 4.1), el matrimonio o el
parentesco próximo (art. 4.2), el interés público
tutelado por la ley, que representa el Ministerio Fiscal (art.
4.3). A todas ellas les atañe la memoria defuncti,
a ellas llega como una pervivencia de la dignidad y honorabilidad del difunto,
y su derecho a ejercer la defensa constituye un interés jurídico protegido.
F) La memoria del difunto
pervive en herederos o familiares por transmisión del derecho a su defensa si
es ofendida. Como dijo en el conocido caso Mephisto
el Tribunal Superior Alemán, los parientes del famoso actor fallecido podrán
defender su memoria de los ultrajes de que fue objeto por el escritor K. Mann, tachándolo de colaborador nazi, porque ellos eran trasmisarios o causahabientes del derecho general de la
personalidad que el ofendido tenía, y cuyas prerrogativas de defensa recibían iure successionis.
La inviolabilidad de la dignidad del hombre, que consagra el art. 1.1 de la Ley Fundamental de 1949 (“Das Würde des Menschen ist unantatsbar...”), impide
que cualquier persona pueda ser vilipendiada o denigrada, aun después de su
muerte.
En Francia, defendió esta
idea P. Blondel, para quien tras el fallecimiento
subsisten los elementos o aspectos tutelares de los derechos de la personalidad
que el fallecido ostentaba en vida. Los herederos reciben por vía sucesoria
esas facultades o prerrogativas de defensa con el fin de proteger la memoria de
su causante.
La tesis de la transmisibilidad de las facultades defensivas es, entre
otras cosas, innecesaria. Si la memoria defuncti
es prolongación de la personalidad extinta en sucesores, familiares o
representantes públicos, nada es preciso traspasar, porque la memoria del
fallecido tiene subsistencia por si misma y, mientras no desaparezca de los
vivos[29],
está hipostáticamente unida a ellos, porque emana de la dignidad del hombre,
aunque éste haya muerto. Por otra parte, el planteamiento de este autor, o del
Tribunal Federal Alemán, no explica cómo y por qué subsiste tan sólo el lado
defensivo del derecho de la personalidad del causante, si la muerte extingue
sin remedio todas sus manifestaciones morales e inmateriales, con independencia
de que en ocasiones la ley atribuya a los herederos la protección de facultades
jurídicas personales del difunto o el ejercicio de acciones. Pero en estos
casos, actúan no como sucesores en el universum
ius, sino como atributarios
ex lege y ex novo de estas funciones post
mortem.
En realidad, la personalidad
del difunto se extinguió por la muerte y no puede trasmitirse a los
causahabientes o familiares. Subsisten los aspectos o manifestaciones de esa
personalidad (honor, buena reputación, evocación de sentimientos, recuerdos
queridos, etc), porque son valores inherentes a la
dignidad humana, inmunes por ello mismo a la muerte. Perviven como lazos
espirituales que unen unas generaciones a otras, y tienen que ser defendidos,
si se conculcan, por quienes más directamente se sienten atados por ellos (allegados,
cónyuge, herederos voluntarios, amigos más entrañables, etc.)[30].
Una conclusión final, que se
colige de mi estudio en las páginas anteriores, sobre la memoria del difunto.
En mi opinión, ésta presenta tres manifestaciones:
a) Es una prolongación de la
personalidad extinguida por la muerte en aquellas personas encargadas de
tutelarla frente a intromisiones ilegítimas (Exposición de Motivos LO 1/1982,
en relación con el art. 4). El legislador supone que
los recuerdos, sentimientos, afectos y buen nombre del fallecido, lo que
llamamos la memoria defuncti, se hace viva y
presente en las personas a quienes aquél confió su defensa por vía
testamentaria, a través de los familiares más próximos, o por medio de quien
representa los intereses públicos de la sociedad. La sede final de la memoria
siempre está en los vivos, y de forma dinámica en quienes por lazos
hereditarios, parentales o de amistad salen en su
defensa si es ofendida o ultrajada.
b) La memoria es un residuo
inextinguible de la dignidad humana, que perdura mientras sea lesionada,
vilipendiada o injuriada. Como principio constitucional (art.
10.1 CE), la dignidad sostiene todos los derechos fundamentales y libertades
públicas, incluso más allá de la muerte. No ciertamente, como dice el TC (S
231/1988, de 2 de diciembre, FJ 3), en el plano constitucional una vez
fallecido el titular de los derechos fundamentales y extinguida su
personalidad, pero da por supuesto que se mantienen acciones civiles para
defender la memoria, como expresamente reconoce la Exposición de Motivos de la
LO 1/1982. La dignidad del hombre hace a éste persona, no cosa u objeto
perecedero[31]. Cualquier ofensa a la
memoria, aunque no mueva a actuar a las personas legitimadas ex art. 4 LO 1/1982, ofende la dignidad del fallecido. El respeto
a los difuntos, la preservación incólume de su buena memoria (no, por supuesto,
de sus indignidades, crímenes o perversiones, que no suponen memoria defuncti en el sentido que aquí tratamos, sino
infaustos recuerdos que dañan gravemente el buen fluir de la Historia y de la
sociedad) salta a sucesores, familiares y amigos, pero nace y se regenera
constantemente en la personalidad extinguida para prolongarse en los vivos.
Representa, como ya dijimos, los elementos incorruptibles del ser humano en cuanto portadores de una dignidad imperecedera.
c) La memoria, finalmente,
es también lazo de unión entre vivos y muertos, fragua la historia individual y
colectiva, es pieza necesaria del motor que hace andar a la sociedad generación
tras generación. A una República sana interesa que no se denigre o menoscabe la
buena memoria de los difuntos. Por eso, acierta la LO 1/1982, que en su art. 4.3 encomienda al Ministerio Fiscal la protección de
la memoria del fallecido, en defecto de designados y familiares. Representa el
interés público en mantener incólume el buen nombre de los que nos precedieron
en el curso de la vida.
4. Contenido o aspectos de la memoria defuncti objeto de protección: honor, intimidad e
imagen.
El art.
1.1 LO 1/1982 establece que el derecho fundamental al honor, a la intimidad
personal y familiar y a la propia imagen, garantizado por el artículo dieciocho
de la Constitución, será protegido civilmente frente a todo género de
intromisiones ilegítimas...
La Exposición de Motivos y
los arts. 4-6 vienen a determinar que se protege
igualmente la memoria de la persona fallecida frente a las intromisiones
ilegítimas en dichos atributos de la personalidad. Bien entendido que las
personas muertas ya no tienen personalidad, ni son titulares de derechos, ni
pueden ser objeto de difamación, deshonra o dañarles en su reputación e
intimidad. Sólo se causa daño a los vivos. Pero es evidente que se puede
injuriar u ofender su memoria, como supervivencia de su personalidad en
familiares, cónyuge e íntimos. Y las ofensas pueden consistir en agresiones al
honor, intimidad e imagen. Veamos muy brevemente:
A) Honor es
“la buena y merecida fama[32]”,
“gloria o buena reputación que sigue a la virtud, al mérito o a las acciones
heroicas, la cual trasciende a las familias, personas y acciones mismas de
quienes se la granjea[33]”.
Late tras estas ideas el pensamiento de Cicerón, cuando define el honor
como recompensa o premio que concede a la virtus
el criterio y el afecto de los ciudadanos (Brutus,
81, 181). Desvinculado el honor de los otros derechos de la personalidad por la
Jurisprudencia, esta categoría moral se asienta en la dignidad de todo hombre a
no ser objeto de escarnio, injurias o difamación. Por lo demás, los dos
aspectos conexos del honor que distingue la Jurisprudencia y un buen sector
doctrinal no tiene mucho sentido: un aspecto inmanente o subjetivo, que
consiste en la estimación que cada persona tiene de sí mismo; y otro trascendente
y objetivo, que se refiere a la valoración que los demás tienen de la
persona. Lo importante, pienso, no es esta delimitación, que entra más en el
plano estrictamente humano y moral, cuanto que las ofensas y ultrajes a la
dignidad de la persona en su aspecto honorable lesionan los valores profundos
del hombre que le hacen respetable en la vida familiar, profesional y social.
Cuando se mancha la honorabilidad de un ser humano, se siente dañada toda la
esfera de su personalidad tanto en su proyección individual como comunitaria[34].
La difamación, como agresión
característica al honor, que pone en entredicho la reputación y el buen nombre
de una persona o familia, o las expresiones o hechos que, sin llegar a
constituir difamación, menoscaban los méritos de una persona (art. 7, núms. 3 y 7 LO 1/1982), pueden afectar a la memoria
del difunto. Ya hemos tratado el caso de las ofensas a la buena memoria del
ministro Martín Artajo, atribuyéndole calumniosamente
una conducta inmoral; o el supuesto del piloto Patiño, imputándole unas
acciones que podían dañar su honorabilidad profesional. La memoria del difunto
limita el ejercicio del derecho a la información (art.
20.1 y 4 CE), como sentó la STC 190/1996, de 25 de noviembre, de modo que las
intromisiones ilegítimas en la memoria del difunto ciertamente no son
agresiones a ningún derecho, que la muerte extinguió, ni pueden dar lugar a
recurso de amparo, salvo que los ataques a la memoria defuncti
se traduzcan al mismo tiempo en intromisiones al honor, intimidad e imagen
personal o familiar. En cuyo caso, como quedó claro en el caso “Paquirri” (STC 231/1988, de 2 de diciembre), las invasiones
ilegítimas de la memoria del fallecido no sólo afectan como tal a su familia,
sino que comportan un plus sustancial añadido: suponen, al propio
tiempo, violación de un derecho fundamental de su cónyuge o familiares más
próximos.
Reparar los daños causados a
la memoria del difunto por difamaciones u ofensas gravemente lesivas, podría
entrar dentro del art. 1902 CC. Pero el difunto ya no
es ese otro a quien hay que indemnizar. Al muerto no se le puede dañar
ni por acción ni por omisión, con culpa o sin culpa. He aquí la gran dificultad
para el ejercicio de la acción aquiliana. Con todo,
si la memoria del difunto es una “prolongación de la personalidad extinta” y
una realidad auténtica, aunque intangible; si la memoria, como hemos expuesto
detenidamente, siempre pervive en designados o familiares y aun en el alma de
la misma sociedad, no hay razón para no restaurar o reparar los daños inferidos
a la misma. Los guardianes o custodios de la memoria defuncti
ejercen la acción indemnizatoria frente a los ofensores para, de algún modo,
lavar el daño, que si no lo sufre el
difunto, sí los sentimientos, afectos y recuerdos que perviven en los vivos
como interesados legítimos. Eso sí, como ha puesto de relieve P. Salvador, “la
indemnización deberá centrarse en cubrir los costes de rehacer la
reputación injustamente dañada”. Otra cosa es que se tengan en cuenta criterios
de enriquecimiento injusto, además de los estrictamente resarcitorios (art. 9.3 in
fine LO 1/1982). En modo alguno, por ser imposible causar daño a un muerto,
la reparación puede exceder el carácter compensatorio, y convertirse en una
punición civil, al estilo de los llamados “daños punitivos”, que sería un
múltiplo de la indemnización reparatoria[35].
B) Intimidad: la
persona tiene derecho a una zona reservada de su vida y de su espíritu, “acervo
o patrimonio de la persona más arcano” (STC 13 marzo 1989), espacio en el que
sólo ella puede morar (the right to be let
alone, según feliz expresión del juez Cooley). Es un ámbito expansivo, que “se extiende, no sólo
a aspectos de la vida propia y personal, sino también a determinados aspectos
de la vida de otras personas con los que se guarda una especial y estrecha
vinculación, como es la familiar...” (STC 231/1988, de 2 de diciembre y
190/1996, de 25 de noviembre), de conformidad con el art.
18.1 CE. Su violación puede consistir en inmisiones o intrusismos
en la vida privada, según las formas previstas por el art.
7.1 y 2 LO 1/1982; en procedimientos o medios que irrumpen anormalmente en la
esfera más honda de la persona, v.gr. hacer
grabaciones, fotografías, captación de imágenes o conversaciones que suponen
abrir violentamente la puerta de las estancias más recónditas del hombre.
También se violan las zonas
íntimas de la persona mediante revelaciones o divulgación de hechos
privados, escrito o datos, que dañen el buen nombre de las personas o de su
entorno familiar (art. 7.3 y 4 LO 1/1982). Las formas
divulgatorias del art. 7.3
y 4, que atentan a la intimidad, han de interpretarse restrictivamente, piensa
P. Salvador, pues no dejan de ser una cláusula general peligrosa en manos del
juez[36].
Dentro del tema que nos
ocupa, es frecuente que se revelen hechos, circunstancias o escritos de una
persona fallecida que afecten a su reputación, que den a la luz aspectos de su
vida que convenga mantener en secreto por el daño que puedan causar a su
memoria o a los familiares. Pero tengamos en cuenta que las personas que
murieron hace años rodeadas de una pequeña o gran historia desgraciada o tal
vez gloriosa, pueden ser revividas en novelas, seriales, reproducciones
televisivas, etc, mientras los hechos sean veraces y
públicos. Si la tergiversación de la verdad acarrea un daño en su buen nombre o
en la imagen u honorabilidad de sus familiares, las personas legitimadas para
defender su memoria pueden actuar, bien como guardadores de la personalidad
extinta, o suo iure
como titulares del derecho de la personalidad violado. En cambio, si la
divulgación de los aspectos más escabrosos de su intimidad o imagen son públicos y notorios, y sirven al fomento de la
información cultural o artística, no hay duda que por sí misma no representa
una intromisión ilegítima en la memoria del difunto. Casos, como el que
sentenció el Juzgado de Instrucción, núm. 15 de Madrid (S. 23 septiembre 1986),
en que el sobrino de una mujer condenada a muerte y ejecutada en Valencia el
año 1959 por asesinato pide reparación por los daños causados a él y a su
familia a consecuencia de la reconstrucción de la triste historia en una serie
televisiva, y que falló a su favor, puede dar cauce al “derecho al olvido” o al
“secreto del deshonor” (desconocidos en nuestra legislación), pero a su vez, no
tiene en cuenta que la Justicia es pública y la Historia también[37].
Lo mismo aconteció a propósito del caso “Marqueses de Urquijo”
en que, con ocasión del libro editado por Planeta sobre “las malas compañías,
hipótesis íntimas del asesinato de los Marqueses de Urquijo”,
el Juzgado de Instrucción núm. 10 de Madrid, en S 15 diciembre 1986, condenó a
los demandados y expresó en el FD 7: “la segunda precisión deviene por el
indiscutible derecho al olvido de forma que por muy públicas que sean las
actuaciones judiciales y los hechos que en ellas se viertan, el sujeto tiene
derecho a que no se reabra su herida haciéndole de esa forma revivir una
segunda infelicidad”.
Ciertamente, los difuntos ya
no tienen intimidad, ni deshonor, ni buena o mala imagen. Pero su memoria
prolonga en otras personas su buen o mal nombre, sus recuerdos dignos o
indignos invaden a los vivos y les atañen. De Cupis
ha subrayado que cuando los hechos son públicos y notorios, y ya está
francamente comprometida la reputación de una persona, no es posible causar más
ruina que la que hay, ni ofender una fama destruida, ni es apreciable la
repercusión en el sentimiento del sujeto[38].
Pienso que ahondar con el cuchillo de la difamación en un deshonor patente, no
merece protección jurídica: añadir ofensas a una reputación paladinamente
maltrecha puede irrogar consecuencias nocivas para los sentimientos morales
(incluso para los intereses patrimoniales) de familiares y herederos[39].
Bien está la creación de programas verdaderamente culturales o de educación
cívica sirviéndose de la historia nada edificante de personas fallecidas, pero
sin ahondar en la llaga y destacando siempre sus circunstancias atenuantes. La
memoria de cualquier difunto es hija de su dignidad. Incluso las personas “mas
degradadas y envilecidas” conservan un “oasis de dignidad”, que no es lícito
profanar, ofender ni lesionar (STS, 7 diciembre 1984: Sala de lo Penal)[40].
C) Imagen. La imagen
puede entenderse como una expresión próxima al derecho a la intimidad, aunque
no se identifique (Pugliese); incluso como
manifestación sin más de dicha intimidad (De Cupis).
Por esta línea va encaminada alguna resolución Jurisprudencial (vid. STS 29
marzo 1989)[41]. De cualquier modo, pese
a su diferenciación, hay multitud de nexos, aproximaciones e interferencias. La
imagen es, etimológicamente, apariencia, figura, “representación, retrato” (J. Corominas, Diccionario Etimológico); la revelación
exterior, frente a los demás, de la persona con su especificidad irrepetible.
La imagen, poniéndonos kantianos, sería el fenómeno que traduce un numeno inasible, el propio ser. La imagen, en suma,
es la epifanía de la personalidad humana. Y no sólo es epifanía o manifestación
de la corporalidad o aspecto físico, sino del psiquismo de cada hombre.
La imagen tiene múltiples
expresiones:
A) Al modo del derecho real,
con sus elementos de inmediatividad y exclusión, la
imagen puede valorarse en su aspecto positivo o fruitivo:
reproducirla, publicarla, negociar con ella o controlar en interés propio a
quienes hemos autorizado a llevar a cabo actividades de esa índole o similares
(STS 9 mayo 1988 y 9 febrero 1989, entre otras); y otro aspecto negativo
o de exclusión erga omnes:
prohibir su obtención, reproducción o divulgación por cualquier medio sin
consentimiento de su titular.
B) La imagen puede tener una
consideración personal (art. 7.5 LO 1/1982), o
estrictamente patrimonial, económica o publicitaria, a modo de propiedad
intelectual (art. 7.6).
C) La imagen puede ser
objeto de intromisiones, inmisiones o irrupciones ilegítimas, tal como prevé el
art. 7.5; y la imagen puede ser comercializada y
explotada en beneficio de una persona distinta de su titular sin autorización
del mismo conforme al art. 7.6. Escribe P. Salvador
que a estas dos concepciones puede sumarse la vertiente difamatoria, y
que se relaciona con la eventual lesión de la reputación del afectado
subsiguiente a la publicación de la imagen[42].
También la propia imagen del
fallecido pervive transmutada en buena memoria y honorabilidad. La imagen, como
revelación externa de la personalidad, ha desaparecido con ella a consecuencia
de la muerte. Pero no su aspecto moral, el buen recuerdo que dejara entre los
vivos, los sentimientos y afectos que en estos inspirara. Aunque más que el
reflejo de la imagen, lo que perdura en la memoria son los aspectos que
conforman el honor (fama, buen nombre, acciones nobles, etc).
En todo caso, la imagen moral o social (“buena imagen”) pervive en la memoria.
En este sentido inmaterial, como buen recuerdo dejado entre los vivos, si es
distorsionada o herida, afectará al honor según Lacruz,
y en ese terreno debe situarse y ser protegida[43].
Aunque nunca se protege “el honor del fallecido”, pues los muertos no tienen
honor; sí memoria, y ésta se expande a los vivos. Es tutelable
la memoria y el derecho al honor, la intimidad o la imagen de los vivos dañados
por las ofensas de la personalidad fenecida.
La imagen de las personas
fallecidas, sobre todo si son famosas, puede ser distorsionada o tergiversada;
o bien utilizada comercialmente por persona distinta a los herederos. En el
primer caso, significa una deformación de la memoria mediante el falseamiento
de la imagen que proyectó en vida su personalidad. Su memoria queda rebajada o
manchada, como en el caso del pleito que sostuvo el gran poeta romántico Lord Byron para evitar la difusión de una
poema falsamente atribuido a él, y que, dada su mediocridad, podría afectar
notablemente a su prestigio de magno poeta[44].
O el reportaje de “El País” valorando la figura de don Santiago Ramón y Cajal
como un misógino con claro complejo de Edipo. No prosperó en el Tribunal de
apelación la demanda porque no se tergiversaba su personalidad, sino que se
ofrecía una interpretación de la misma[45].
Sin duda, la tergiversación de la personalidad pretérita, que ofrezca una
imagen (o memoria de esa imagen) deformada o inexacta, debe ser objeto de
defensa por las personas legitimadas ex art. 4 LO
1/1982. Cosa distinta es que la distorsión no sea total, sino forma de colocar
en su verdadero sitio, según hechos y datos fidedignos, a un personaje público
o célebre. La actividad investigadora de los historiadores tratando de iluminar
la vida de personas ilustres, en modo alguno puede conducir a un falseamiento
de la Historia, pero tampoco quedar frenada “por el muro de la vida privada” (Kayser), y menos aún por el miedo a interpretar textos o
documentos, que exhuman las grandezas, pero también las miserias de los seres
humanos.
La segunda cuestión se
refiere a la protección tras la muerte del contenido patrimonial del derecho a
la imagen[46]. La doctrina tradicional
admitía (por ejemplo, la jurisprudencia alemana) que las facultades defensivas
del derecho a la personalidad, como es el caso de la imagen, son trasmisibles a
herederos o familiares, en calidad de fiduciarios post mortem de la
memoria del causante. Pero no había transmisión a los causahabientes de los
derechos a obtener una reparación económica por el uso indebido de la imagen
del difunto, ya que los difuntos ni tienen patrimonio, ni se les puede irrogar
perjuicios económicos. Pero las enseñanzas más modernas han mostrado lo insostenible
de esta tesis: si bien los aspectos morales o inmateriales del derecho a la
imagen son inseparables de la persona y con su muerte se extinguen, los
elementos patrimoniales forman parte del caudal hereditario y se trasmiten a
los herederos. En el caso resuelto por el Tribunal Supremo alemán a propósito
de la amplia utilización indebida de la imagen de la artista Marlene Dietrich, su heredera solicitó la cesación del uso inconsentido de la imagen de su madre y la indemnización de
los daños causados. La sentencia de 1 de diciembre de 1999, haciendo aplicación
del parágrafo 823.1 BGB, entendió que, si bien la legislación actual encomienda
la protección del contenido moral del derecho a la imagen del difunto a los
parientes, el contenido patrimonial se trasmite a los herederos.
Estamos, pues, en presencia
del llamado right of
publicity de los tribunales angloamericanos,
derecho que permite negociar con la imagen, controlar su utilización y obtener
las ventajas económicas derivadas de su comercialización[47].
El Tribunal Constitucional ha delimitado el derecho a la imagen como derecho
fundamental extinguido con la muerte, que no puede ser objeto de protección en
amparo, y los efectos económicos que sobreviven y son susceptibles de
defenderse en vía civil (STC 231/1988, de 2 de diciembre; 99/1994, de 11 de
abril; 81/2001, de 26 de marzo). De modo que se contemplan dos ámbitos de
distinta trascendencia y efectos: mientras en su significación constitucional,
el derecho a la imagen consagrada en el art. 18.1 CE
se configura como un derecho de la personalidad, derivado de la dignidad humana
y dirigido a proteger la dimensión moral de las personas..., el derecho
constitucional a la propia imagen no se confunde con el derecho de toda persona
a la explotación económica, comercial o publicitaria de su propia imagen (FJ 2º
STC 81/2001).
En suma, uno es el ámbito
constitucional vedado a los familiares que ven ofendida, tergiversada o
utilizada la imagen del difunto, y otra es la legal ofrecida por la LO 1/1982
tanto para defender la memoria, como para ejercer los herederos las facultades
patrimoniales. O, como repite la misma sentencia del TC, “la protección de los
valores económicos, patrimoniales o comerciales de la imagen afecta a bienes
jurídicos distintos de los que son propios de un derecho de la personalidad y
por ello, aunque dignos de protección y efectivamente protegidos, no forman
parte del derecho fundamental a la propia imagen del art.
18.1 CE” (FJ 2º).
El art.
7.5 de la LO 1/1982 parece centrarse en el aspecto personal o moral del derecho
a la imagen, mientras el art. 7.6 se refiere
claramente a las intromisiones ilegítimas en los aspectos económicos o
comerciales. A mi me interesa, para concluir en particular sobre el tema
central que nos ocupa, sacar dos consecuencias: primera, que el art. 4 de la LO 1/1982 encomienda a determinadas personas
(que pueden no ser los herederos) el cuidado y defensa de la memoria como
prolongación de la personalidad del difunto. Aunque el precepto habla de
“acciones de protección civil del honor, la intimidad o la imagen de una
persona fallecida”, tal locución es errónea: el fallecido queda privado con la
muerte de estas prerrogativas que adornaban su personalidad en vida. Ahora sólo
defienden la memoria defuncti de cualquier
ofensa, difamación o extorsión que sea verdaderamente lesiva. Frente al
pensamiento de alguna autora, los arts. 4 ss de la LO 1/1982 no regulan “la defensa post mortem
frente a los actos lesivos de la imagen del fallecido[48],
porque éste ya no tiene imagen; ni tampoco corresponde a las personas de los
citados artículos la legitimación para el ejercicio de las acciones cuando la
intromisión afecte al contenido económico del derecho a la imagen[49].
Corresponderá, sin duda, siempre que tales acciones vayan dirigidas a tutelar
la memoria, pero nunca si tratan de evitar la utilización económica o el
aprovechamiento patrimonial indebidos de la imagen. En este caso, no se tutelan
recuerdos, sentimientos o afectos, sino valores materiales pecuniariamente
evaluables. Sólo estarían legitimados los causahabientes voluntarios o legales.
Nadie, en todo caso, se molestaría en impedir la utilización injusta de la
imagen de una persona fallecida, para luego tener que colocar su explotación o
comercialización en manos de los herederos. Es casi imposible que alguien
utilice la imagen con fines comerciales o publicitarios sin invadir total o
parcialmente el contenido económico de tal derecho. Y en tal caso, es a los
herederos a quienes corresponde su defensa.
Por ello, finalmente, y en
segundo lugar, parece evidente que los aspectos patrimoniales del derecho a la
imagen tanto se dañaran en vida como una vez terminada, forman parte
inseparable del derecho a la imagen y traspasan los umbrales de la muerte como
bienes y derechos del caudal hereditario transmisible a los causahabientes (art. 659 CC). Mientras la defensa de la memoria del
causante en sí misma está encomendada a unas personas por art. 4 LO 1/1982, el contenido económico en todos sus
aspectos (comercialización, explotación, impedir su utilización indebida, etc.)
corresponde plenamente a los sucesores hereditarios[50].
5. La protección civil de la personalidad pretérita:
a) la defensa de la memoria del causante: ofensas post
mortem. Legitimación.
A) El art.
4.1 de la LO 1/1982, establece que “el ejercicio de las acciones de
protección civil del honor, la intimidad o la imagen de una persona fallecida
corresponde a quien ésta haya designado a tal efecto en su testamento. La
designación puede recaer en persona jurídica”. De momento no se defiende ni el honor, ni la
intimidad ni la imagen de los difuntos, pues ninguno de estos atributos existen tras la muerte. Sólo su memoria, como prolongación
inmaterial en los vivos de su extinguida personalidad. Sobre ello, hemos
escrito extensamente en páginas anteriores.
El texto ha roto con la
tradición consolidada en nuestro Derecho de encomendar al heredero la defensa
del patrimonio moral del causante, frente a algún grupo parlamentario, como el
Comunista del Congreso, que optó claramente por aquél como continuador de la
personalidad del causante[51].
Se prefirió dar un cauce más ancho a la voluntad del difunto, mediante el
recurso preferente a la autonomía privada y en segundo término a personas
unidas por el matrimonio o el parentesco más próximo. El legislador no quiso
atar inexorablemente al fallecido a los solos vínculos sucesorios. Los
herederos no siempre son de fiar para temas delicados como la defensa de su
memoria ofendida. Puede haber otras personas de mayor confianza o amistad, a
quienes el causante pueda encomendar más seguro la protección de sus intereses
morales, sin por ello torcer el curso ordinario de la sucesión hereditaria en
los bienes, derechos y obligaciones de índole patrimonial. En caso de que los
designados testamentarios no coincidan con los llamados a la sucesión, tendrán
vocación testamentaria, pero no hereditaria. A mi me parece bien esta opción
extensiva del legislador de 1982, que sólo significa ampliar la autonomía del
fallecido y de ningún modo excluir a los herederos voluntarios, si así lo
establece en el testamento. Ha de tenerse en cuenta, por lo demás, que la memoria
defuncti es expansiva: puede sobrevivir en
herederos, pero aún con más intensidad en ciertos parientes, amigos,
colaboradores, etc.
Veamos algunas cuestiones
que suscita el art. 4.1:
1. La designación del
defensor de la memoria ha de hacerse inexcusablemente en testamento. No vale el
nombramiento en otras formas de vocación hereditaria, como el codicilo o el
contrato sucesorio, “alegando que el legislador sólo pensó en el régimen de
actos de destinación mortis causa del
código civil... y cabría interpretar la expresión testamento en sentido amplio”[52].
El legislador sólo pensó en el testamento, y el testamento (abierto, cerrado,
ológrafo) es lo que es y no equivale a sucesión voluntaria, sino a una
manifestación muy concreta de ésta, que no puede ser objeto de interpretación
extensiva, y menos analógica. Si la mens legislatoris hubiera sido pensar en cualquier forma de
llamamiento voluntario, lo habría expresado. Otra cosa es que sea deseable una
modificación en tal sentido, incluso utilizando la designación inter
vivos mediante escritura pública[53].
La LO 1/1982 de 5 de mayo es de ámbito estatal y eligió la forma testamentaria
como la más usual en el territorio nacional, y también la más sencilla.
2. Si tenemos en cuenta que
el designado para defender la memoria del difunto tiene un encargo especial, la
figura se asemeja a un mandatario post mortem (figura anómala ante el art. 1732.3º CC); puede también incluirse entre las
funciones conferidas al albacea (art. 901 CC), y
hasta el mismo albacea tiene ex lege potestad
para controlar el encargo de cuidar la memoria del causante por aplicación del art. 902.3º CC. Pero la encomienda nada tiene que ver en sí
misma con la representación, el mandato o el albacea[54].
Ya lo hemos afirmado en páginas anteriores: los que ejercitan acciones en
defensa de la memoria ofendida vienen a ser fiduciarios, custodios o procuratores in rem alienam del buen nombre y reputación del difunto. No
actúan en interés propio (suo iure),
sino en interés ajeno (iure alieno); son
gestores de un encargo o función que, aún afectando a ellos mismos, es, ante
todo, una encomienda “piadosa” (a modo de fideicommissum”
romano) emanada de la fides o fiducia que el fallecido tenía depositada en los
designados, o presumida en los familiares más próximos.
3. La designación puede
recaer en una persona jurídica. Es una muestra más del buen criterio del
legislador ampliando el campo de la autonomía privada del designante.
Lo mismo que las personas jurídicas pueden ser tutoras
con las limitaciones del art. 242 CC, también se les
puede designar custodios de la memoria del difunto, pero sin que le afecten los
obstáculos del mencionado precepto. A menudo, las personas jurídicas tienen más
fortaleza económica y mejores medios de defensa para ejercer las acciones
defensoras. Hay un límite temporal insalvable en su actuación: el plazo de
ochenta años desde el fallecimiento del afectado (art.
4.3). Volveremos en breve sobre el tema.
B) El art.
4.2 establece una norma subsidiaria: No existiendo designación o habiendo
fallecido la persona designada, estarán legitimados para recabar la protección
el cónyuge, los descendientes, ascendientes y hermanos de la persona afectada
que viviesen al tiempo de su fallecimiento.
Diríamos que el cónyuge y
los parientes referidos están legitimados para defender la memoria del difunto
cuando no hay designación o la muerte ha provocado la desaparición de todos los
nombrados, según el texto legal; pero también podrían entrar en escena las
personas mencionadas si la designación se hubiese hecho incorrectamente (v.
gr. en otro
instrumento público que no sea el testamento), o si el designado renuncia al
encargo, de igual modo que se puede renunciar al mandato (art.
1732. 2º CC) o al albaceazgo (arts. 898 y 899 CC),
encomiendas que guardan cierta analogía o paralelismo con la figura que nos
ocupa. Igualmente, entraría en juego el llamamiento del cónyuge o de los
parientes, si el testamento es revocado o afectado de nulidad total.
El art.
4.2 nos suscita las siguientes cuestiones:
1. El cónyuge y los
familiares, cuando no se encuentren implicados o afectados por las ofensas a la
memoria del difunto (tema que tratamos en anteriores páginas), son curadores o
guardadores de intereses legítimos ajenos, no de derechos subjetivos propios ni
tampoco ajenos[55]. La memoria defuncti presupone siempre extinción de los derechos de
la personalidad al honor, intimidad e imagen. Defender la memoria es tutelar un
bien jurídico digno de protección, pero no
derechos de alguien vivo o muerto.
2. Los familiares
legitimados en el art. 4.2 son numerus
clausus: ascendientes, descendientes y hermanos
del fallecido que viviesen al tiempo del fallecimiento. La sobrevivencia
es condición esencial. El póstumo que vivía aún en el seno materno al fallecer
el ascendiente, no cumple estrictamente el requisito del art.
4.2 in fine. Pero si ya mayor, la memoria de sus progenitores es objeto
de ofensas, podrá salir en defensa de ella ¿No lo tiene el art.
29 CC por nacido para todos los efectos que le sean favorables?[56]
¿No es favorable para él que el buen nombre de su ascendiente se conserve
limpio de agravios e infamias?
Los ascendientes,
descendientes o hermanos en número ilimitado o abierto, siempre que lo sean por
consanguinidad, no por afinidad. El precepto excluye otros familiares, como
legitimados directos, por muy vinculados que se encuentren en los sentimientos
y afectos al difunto (como primos, tíos, sobrinos, etc).
Los parientes colaterales que no sean hermanos quedan, por tanto, fuera de la
relación de legitimados. Todos ellos, sin embargo, tienen la condición de
personas interesadas para promover la actuación del Ministerio Fiscal ex art. 4.3.
3. Se pueden plantear varias
cuestiones en relación con el cónyuge. Así “el sentido propio de las palabras”,
como primer criterio hermenéutico (art. 3.1. CC), nos
lleva a pensar que el cónyuge, mientras conserve ese estado ex art. 85 CC, tendrá legitimación para defender la memoria
del difunto. En ocasiones, un esposo separado puede reaccionar y velar por el
buen nombre del premuerto, bien porque las ofensas sean calumniosas, porque la
difamación alcanza la honorabilidad del supérstite o por otras razones más o
menos inconfesables.
En la palabra “cónyuge”, ¿Se
comprende el convivente more uxorio?
Si la norma la interpretamos conforme al criterio gramatical y a la voluntad
del legislador de 1982, la solución a mi no me ofrece duda. Por aquella época
comenzaban a tener en España un cierto predicamento las uniones de hecho y a
partir de entonces su relevancia legal, doctrinal y jurisprudencial ha
aumentado de forma muy considerable. Pero la mens
legislatoris no estaba ni mucho menos en aquel
entonces por la aproximación al matrimonio, y no digamos las uniones
homosexuales. De iure condito parece
claro que sólo el cónyuge tendría legitimación. Con todo, no sería raro, mas
bien todo lo contrario, que si se presenta la ocasión, cualquier tribunal abra
la puerta con absoluta normalidad al sobreviviente que defienda la memoria del
compañero o compañera premuertos, a la que estuvo unido de forma estable, y con
independencia de su orientación sexual. El Derecho español actual (como el
europeo y comunitario) manifiesta una clara tendencia a aproximar la unión de
hecho al matrimonio. Aquella idea de Kohler,
defendiendo el significado objetivo inmanente de la ley, aunque se aleje del
originario, hoy tiene un desarrollo insospechado. Gadamer
nos advierte que el jurista está obligado a admitir que las circunstancias han
ido cambiando y que, en consecuencia, la función normativa de la ley tiene que
ir determinándose de nuevo[57].
Es legítimo y honesto, en todo caso, que el miembro sobreviviente de una pareja
de hecho, que ha estado unido establemente a su compañero fallecido, salga en
defensa de su memoria ofendida.
4. La pluralidad de
parientes legitimados que viviesen al tiempo del fallecimiento, no da prioridad
a ninguno de ellos “para la protección de los derechos del fallecido” (art. 5.1). De momento, ha de decirse que el fallecido no
tiene derechos. Se defiende solamente su memoria dañada. Y no es correcto que el legislador no haya
establecido una preferencia. Parece normal que el cónyuge -salvo si está
separado- tenga prelación sobre los hermanos, y lo mismo los hijos frente al
padre fallecido, o el padre frente al hijo difunto. Nada impide que actúen litisconsorcialmente, y resulta lógico que la demanda
presentada por uno excluya a los demás, sin perjuicio de posterior adhesión a
la misma[58].
La misma regla se aplica
para los designados testamentariamente si son varios,
salvo disposición en contrario del fallecido (art.
5.2). Debería ser al revés: la regla de la legitimación indistinta y sin
preferencia tendría su prioridad entre los nombrados por el difunto, y se
aplicaría el mismo criterio para los parientes, si no hubo designación o ésta
se frustró por la muerte.
C) El art.
4.3 dispone: a falta de todos ellos (designados, cónyuge o familiares), el
ejercicio de las acciones de protección corresponderá al Ministerio Fiscal, que
podrá actuar de oficio o a instancia de persona interesada, siempre que no
hubieren transcurrido más de ochenta años desde el fallecimiento del afectado.
El mismo plazo se observará cuando el ejercicio de las acciones mencionadas
corresponda a una persona jurídica designada en testamento.
Tratando de interpretar este
apartado de la LO 1/1982, haremos las siguientes precisiones:
1. El Ministerio Fiscal
actúa con plena legitimación, pues por mandato de la Constitución y de su
propio Estatuto promueve la acción de la Justicia en defensa... del interés
público tutelado por la ley (art. 124.1 CE y arts. 1 y 3.6 EOMF). La memoria del difunto es objeto, sin
duda, de ese interés público legalmente tutelado, y de ese interés
social que el Ministerio Fiscal procurará satisfacer ante los Tribunales (art. 1 EOMF). El interés público o el social demandan
proteger la honorabilidad de los difuntos. Una sociedad sana debe ser
respetuosa con el buen nombre de quienes nos han precedido en el decurso de la
Historia y ha de exigir que no se difame o injurie la memoria de los muertos.
El Ministerio Fiscal debe ser celoso en la custodia de estos valores, si faltan
personas designadas voluntariamente por el causante o no quedan familiares más
próximos al difunto. El Ministerio Público está obligado a impedir que la
sociedad de los presentes lesione los sentimientos, recuerdos o afectos que
inspiran los que se ausentaron sin retorno.
2. El Ministerio Fiscal
actúa en defecto de las personas legitimadas en el art.
4, núms. 1 y 2 (“a falta de ellos”). Lo cual significa que su entrada en escena
sólo acontece si no existen esas personas al morir el agraviado, si fallecen
después sin poder ejercitar la acción o si no pueden actuar por causas ajenas a
su voluntad (v. gr. enfermedad grave, enajenación mental, ausencia en paradero
desconocido, etc.). Como se ha señalado con razón, el Ministerio Fiscal está
legitimado sólo “a falta de todos ellos”, cuando no existan aquellas personas,
pero no cuando, existiendo, no deseen actuar[59].
3. El Ministerio Fiscal
puede actuar de oficio o a instancia de parte. No haría falta que lo
estableciera el art. 4.3, pues es un principio
constitucional (art. 124 CE), que recoge el art. 1 de su Estatuto orgánico. “Persona interesada” no
puede ser nunca cualquiera de los legitimados por designación (art. 4.1), matrimonio o parentesco (art.
4.2). Si lo serán los herederos voluntarios o legales no incluidos entre los
que tienen legitimación, parientes no mencionados en el art.
4.2 (v. gr. primos, tíos, etc.), convivientes, socios, amigos notorios (con
mayor razón si fueron íntimos), paisanos unidos por especiales lazos de afecto,
etc. El Ministerio Fiscal examinará la petición solicitada y actuará únicamente
si la estima fundada.
4. El Ministerio Fiscal,
igual que la persona jurídica designada en testamento ex art.
4.1, sólo puede actuar si no han transcurrido más de ochenta años desde el
fallecimiento del afectado. Aunque este límite no juega en los demás supuestos
del art. 4, hay que reconocer que, tras este espacio
de tiempo, para la inmensa mayoría de los mortales la memoria ha desaparecido
del mundo de los vivos o es ya pura bruma. Después de ochenta años, a pocas
personas interesa defender el buen nombre de los difuntos. Primero, porque
después de tantos años, serán escasos los individuos -parientes, paisanos o
amigos- que se sientan afectados por las ofensas al difunto o impulsados a
salir en su defensa. En segundo lugar, porque el tiempo se encarga de destruir
todo, incluidas las personas legitimadas del art. 4.
El paso de los años convierte los casos más notorios en una gran nebulosa. Ya
lo advirtió Horacio: nos ubi decidimus...,
pulvis et umbra sumus (Od. IV, 7), es decir,
“apenas hemos caído en la fosa, somos polvo y sombra”. Finalmente, porque el
fundamento de la actuación del Fiscal reside en “el interés público tutelado
pro la ley” (art. 124.1 CE), y ¿Donde queda ese
interés respecto de la memoria del difunto después del transcurso de ochenta
años?
Para las personas
verdaderamente famosas, “cuya memoria alimenta constantemente la posteridad y a
la que la misma eternidad ampara”, como decía Cicerón (illa
vita..., quam posteritas alet, quam ipsa aeternitas
semper tuebitur: “Pro
M. Marcello oratio” IX,
28), cualquier vilipendio real o imaginario relativo a su conducta apenas
pueden herir su incuestionable celebridad de genios o ingenios. Tal sería el
caso de nuevas investigaciones que menoscabaran la memoria de Dante, Skespeare, Cervantes, Kant o Unamuno, por ejemplo. Su memoria ya penetró para siempre en
la inmortalidad y las posibles ofensas apenas pueden oscurecer su brillante
resplandor[60].
b). Ofensas anteriores al fallecimiento. Ejercicio o
continuación post mortem de las acciones protectoras.
A). El art.
6.1 establece: Cuando el titular del derecho lesionado fallezca sin haber
podido ejercitar por sí o por su representante legal las acciones previstas en
esta ley, por las circunstancias en que la lesión se produjo, las referidas
acciones podrán ejercitarse por las personas señaladas en el artículo cuarto.
Se trata de ofensas
inferidas cuando el afectado aún vivía y, por tanto, el daño se irrogó al mismo
titular del derecho de la personalidad. La lesión se hizo a un derecho
subjetivo, que la muerte extinguió sin posibilidad de transmitirse a familiares
o herederos. Sobreviven, eso sí, el contenido patrimonial del derecho dañado y,
por supuesto, la acción. El legislador parte de que en esta hipótesis (ofensas
en vida y no accionar antes del fallecimiento) es principio general o
presuntivo que el ofendido no quiso actuar, bien por indiferencia, inercia o
simple renuncia (tácita, por lo general); incluso su falta de actuación puede
considerarse como un acto remisivo o de perdón. La Exposición de Motivos de la
LO 1/1982 es clara: “En el caso de que la lesión tenga lugar antes del
fallecimiento, sin que el titular del derecho lesionado ejerciera las acciones
reconocidas en la ley, sólo subsistirán éstas si no hubieran podido ser
ejercitadas por aquél o por su representante legal, pues si pudo ejercitarlas y
no se hizo existe una fundada presunción de que los actos que objetivamente
pudieran constituir lesiones no merecieron esa consideración a los ojos del
perjudicado o su representante legal”. La Exposición de Motivos da una razón mas para no proceder al ejercicio de las acciones: los actos
ofensivos, por graves que pudieran ser objetivamente, no merecieron esa
consideración para la víctima. Diríamos, en consecuencia, que “ofende quien
puede, no quien quiere”.
En suma, las personas
legitimadas ex art. 4, a quienes el legislador de
1982 encomienda también el ejercicio de las acciones protectoras del derecho al
honor, intimidad e imagen lesionado en vida (art.
6.1), reciben la acción por vía sucesoria (hay transmisión mortis causa de la misma), pero no por vía hereditaria.
El legislador no la considera formando parte del caudal relicto, aunque
ordinariamente designados y familiares (art. 4, 1 y
2) puedan ser los mismos instituidos herederos o llamados a la sucesión
intestada. La LO 1/1982 ha preferido ofrecer un cauce más amplio al fallecido
para defender su personalidad o su memoria ofendida, a través del art. 4, que el que supondría la sola legitimación del
heredero.
Finalmente, las personas que
ejercen las acciones del art. 6.1 sólo pueden hacerlo
si prueban que al difunto le fue imposible defenderse judicialmente en vida.
Imposibilidad de toda índole: incapacitación, enfermedad grave o mortal,
ausencia justificada, representante legal que, por falta de diligencia o indiferencia,
no ejercita la acción en defensa del menor o incapaz ofendido, etc.
A las razones de
imposibilidad, que deberá valorar en concreto el Juez, quizá podría añadirse la
“grave dificultad”: a veces es posible actuar, pero con un daño importante o
riesgo que no es menester correr. Por ejemplo, el ofendido fue objeto de
difamación en vida, y no reacciona porque recibió amenazas o porque, de haber
actuado, se habrían seguido daños materiales o morales para él, su cónyuge,
hijos, etc[61].
B) El art.
6.2 determina, finalmente, que las mismas personas podrán continuar la
acción ya entablada por el titular del derecho lesionado cuando falleciere.
Designados, cónyuge,
familiares y el Ministerio Fiscal, en el orden que le corresponde según el art. 4, suceden en el ejercicio de la acción que inició
antes de morir el ofendido. Son transmisarios de la legitimatio ad processum
por mandato legal. Una vez más, se rompe con el sistema hereditario. Si los
herederos pueden ejercitar las acciones de reclamación o impugnación de
filiación, cuando han muerto sin poder hacerlo sus causantes (arts. 132, 133, 136 CC); o continuar el proceso penal del
querellante por injurias o calumnias (art. 276 LECr.), no sucede lo mismo cuando se trata de ejercer las
acciones civiles defensoras de la personalidad lesionada, si falleció su
titular. Los herederos pueden estar ejerciendo las acciones penales ex art. 276 LECr., y las personas
legitimadas ex art. 6.2 LO 1/1982 las civiles. La
falta de sintonía se agrava aún más si tenemos en cuenta que las acciones las
ejercitan unos (los legitimados del art. 4), mientras
otros se benefician de la indemnización (art. 9.4 in
fine), salvo que coincidan en la misma persona los que accionan y los que
heredan[62].
Nadie tendrá interés en actuar judicialmente en defensa de la personalidad
pretérita lesionada (salvo que el accionante se muera
de afecto por el difunto, sea un santo canonizable o padezca adicción
litigiosa), para que los dineros obtenidos los acaricie con la vista mientras
se encaminan raudos al bolsillo de los herederos.
c) Formas de tutela judicial. La indemnización de
daños y perjuicios. Beneficiarios del resarcimiento. Caducidad de acciones.
El art.
9, a través de sus cinco números, se dedica a regular las acciones protectoras
de los derechos que regula la LO 1/1982 frente a las intromisiones ilegítimas.
En el núm. 1 se prevén las vías procesales ordinarias o las específicamente
defensoras de los derechos fundamentales. Entre estas, el procedimiento
establecido en el art. 53.2 CE bien ante los
Tribunales ordinarios (Ley 62/1978, de 26 de diciembre, de Protección
Jurisdiccional de los Derechos Fundamentales de la Persona, con las
modificaciones de la Disposición derogatoria única 2.3º de la Ley de
Enjuiciamiento Civil 1/2000), bien mediante el recurso de amparo ante el
Tribunal Constitucional.
La tutela judicial ordinaria
comprende acciones penales, contencioso-administrativas y civiles. Pero
nosotros debemos atender solamente a la protección de la memoria del difunto,
que es el tema que nos ocupa. Al difunto no puede lesionarlo la Administración
pública con actos que dañen unos derechos de la personalidad inexistente; ni
pueden calumniarlo o injuriarlo y dar lugar a acciones penales y civiles
derivadas del hecho delictivo. La memoria defuncti
no puede defenderse ni por la vía constitucional, pues el muerto no es titular
de derechos fundamentales (STC 231/1988 de 2 de diciembre), ni por la vía
contencioso-administrativa o penal, pues carece de personalidad civil (art. 32 CC) y ningún acto administrativo puede perjudicarle
o ser víctima de delito alguno.
Sólo pueden ejercitarse
aquellas acciones civiles aptas para tutelar la memoria del difunto ofendida,
en cuanto prolongación de su personalidad. Tales, las acciones de cesación,
que comprenden la “adopción de todas las medidas necesarias para poner fin a la
intromisión ilegítima” (art. 9.2); acciones
cautelares, “para prevenir o impedir intromisiones ulteriores” (art. 9.2) y, entre ellas, “las cautelares encaminadas al
cese inmediato de la intromisión ilegítima (art.
9.2), que tienen carácter inhibitorio o propiamente precautorio; acciones
defensivas, que dan derecho de réplica (art. 9.2)
a las personas legitimadas por el art. 4 para
defender la memoria del causante o la personalidad ofendida ante obitum ex art. 6; acciones
reparadoras, como las que condenan a la difusión de la sentencia. Debería
bastar en muchos casos con este elenco de acciones para reparar el daño
inferido a la memoria del difunto, si, como ha evidenciado M. Yzquierdo, son más que suficientes en multitud de casos
para rechazar las intromisiones ilegítimas en los derechos de la personalidad,
sin necesidad de acudir, como hacen usualmente los Tribunales, a las acciones resarcitorias[63].
Con mayor razón sería suficiente, para restaurar la memoria del difunto dañada,
con acudir a las acciones de cesación o precautorias. Las acciones
indemnizatorias propias de la responsabilidad civil ex art.
1902, suponen “dañar a otro”: ni el muerto es otro, ni a los muertos se
les puede dañar, como recuerda P. Salvador[64]
y a todo el mundo es evidente. Ofendida la memoria, su reparación se logra,
sobre todo, mediante el cese inmediato de las intromisiones ilegítimas,
evitando que se produzcan ulteriormente, derecho de réplica, publicación total
o parcial de la sentencia, etc. La acción indemnizatoria, que ya no beneficia a
la víctima, sólo debe servir para cubrir los gastos precisos del proceso o de
los demandantes como consecuencia del mismo, y los imprescindibles para reparar
la memoria ofendida.
En todo caso, además de las
acciones no resarcitorias mencionadas, que contempla
el art. 9.2, este mismo precepto termina su apartado dos
recogiendo, como no podía ser menos, “la condena a indemnizar los perjuicios
causados”. Si los hechos lesivos a la memoria del difunto expanden sus efectos
dañosos al honor, intimidad e imagen de los familiares, estos, además de
defenderse como titulares de un derecho propio violado (iure
suo), pueden actuar como custodios o fiduciarios
de la memoria del difunto ex art. 4.2 (procuratio in rem alienam). Bien entendido que la acción indemnizatoria
en este último caso sólo debería proceder y admitirse por los Tribunales con
dos condicionamientos: que las acciones reparadoras de cesación y prevención no
restablezcan plenamente la memoria vilipendiada del fallecido, y que la
indemnización abarque los costes precisos para rehacer la reputación
injustamente dañada[65],
incluidos gastos judiciales y compensaciones a los parientes actores por
desembolsos, tiempo empleado, etc., como consecuencia del ejercicio de la
acción.
Ciertamente, la
indemnización debe comprender tanto daños materiales como morales. Pero
tratándose de la memoria defuncti, los daños
causados sólo pueden ser de esta última clase. No puede haber perjuicios
físicos, económicos o estrictamente corporales. A la memoria sólo se le puede
ofender mediante conductas de índole inmaterial: calumnias, injurias,
difamación, etc,. De ahí que
la acción indemnizatoria únicamente trata de resarcir un daño moral. Las
circunstancias valorativas del daño moral, que recoge el art.
9.3, tienen sus peculiaridades cuando se trata de la memoria del difunto
ofendida: no es lo mismo ofender a una persona muerta de dudosa reputación en
el recuerdo de los vivos, que con fama de persona intachable; no es igual
infamar la memoria de un muerto con escasa influencia en la vida de sus deudos,
que a otro cuya difamación puede influir en el negocio, empresa o colocación de
sus familiares; no es lo mismo calumniar a un fallecido que va a ser objeto de
especiales honores póstumos (declaración de varón ilustre, proceso de
beatificación, dedicación de calles, etc.), que a otro casi desconocido (me
refiero, entiéndase bien, a efectos puramente resarcitorios);
no da igual que la noticia aparezca con escaso relieve en una sección de un
periódico local, que en los grandes titulares de diarios de tirada nacional, etc...etc. Conviene insistir en que ninguna circunstancia
ex art. 9.3 puede reducir o agravar el daño al
difunto, pues a éste nadie puede causarle perjuicio. Las circunstancias
influyen sólo a los efectos de los mayores o menores desembolsos precisos para
rehabilitar o reparar la memoria del difunto (v. gr. si se difama al difunto en
varios periódicos de amplia tirada, los gastos serán mayores para rehacer su
buen nombre, que en un diario local de corta difusión). Ni por asomo debe
condenarse al que se entromete ilegítimamente en la memoria defuncti a una indemnización punitiva, a modo de pena
civil, porque ninguna acción ilícita ha llevado a efecto frente a otra persona.
El difunto no lo es. Si mediante las ofensas a su memoria ha obtenido un lucro
notable, nada debe restituir: el muerto no se empobrece para enriquecer al
ofensor. No puede hablarse de enriquecimiento injusto, que el art. 4.3 in fine tiene en cuenta, aunque con una
fórmula eufemística. Otra cosa es que el causante de las intromisiones
ilegítimas se haya enriquecido a costa de sus familiares o herederos (v. gr.
utilizando la imagen del fallecido para explotarla económicamente, como en los
supuestos de la sentencia del Tribunal Supremo Federal Alemán de 1 diciembre
1999: caso “Marlene Dietrich”, o de la STS Español de
21 diciembre 1994: caso de “La Chulapona”), pero en estas hipótesis aquéllos
ejercitan acciones para defender derechos propios: en unos supuestos, por vía
sucesoria, y en otros, por propagación de las ofensas dirigidas al difunto a
sus familiares o causahabientes. En todo caso, los tribunales deberán prestar
especial atención al problema de deslindar cuándo los familiares demandan indemnización
de daños causados para reparar verdaderamente la memoria del difunto agraviada;
cuando buscan un lucro a costa de unos ultrajes que no sienten y que no son
tales, sino meras apreciaciones críticas sobre aspectos de la personalidad del
fallecido; y cuándo, finalmente, la memoria denostada se ha traducido en
lesiones a los derechos al honor, intimidad e imagen de algún familiar.
Para terminar esta
exposición, tres últimas cuestiones suscita el art. 9 que estamos examinando:
1. Comienza señalando el art. 9.3: la existencia de perjuicio se presumirá
siempre que se acredite la intromisión ilegítima. Es una norma atrevida
(creo que sanamente atrevida), pues como se ha escrito, “hasta el momento a lo
más que se había llegado en el terrero de la responsabilidad objetiva o sin
culpa era a dar por probada la culpa o negligencia, e incluso a prescindir de
ella como factor de atribución de la responsabilidad”[66].
Naturalmente, respecto del difunto no hay daño alguno presumible, pero si
respecto de la memoria. Si el daño se presume probada la intromisión, a mayor
abundamiento la culpa, como es enseñanza común jurisprudencial, y si la culpa
admite prueba en contrario del dañador, lo mismo habrá que decir del perjuicio:
el causante del mismo puede acreditar que su intromisión, aun siendo ilegítima,
no ha engendrado daño. Cuando se publicó la LO 1/1982, esta posición no ofrecía
duda, pues el art. 1251 CC, hoy derogado por la
Disposición Derogatoria Única, 2.1º de la LEC señalaba: “las presunciones
establecidas por la ley pueden destruirse por la prueba en contrario, excepto
en los casos en que aquélla expresamente lo prohiba”.
La misma enseñanza que en la actualidad mantiene, en sustitución de la vieja
norma del Código civil, el art. 385.3 LEC. El art. 9.3 principio no prohibe
explícitamente la prueba de adverso. Sin duda alguna, la presunción de
que el daño se ha producido por el hecho de acreditarse la intromisión
ilegítima es una presunción iuris tantum.
2. El art.
9.4 trata el delicado problema de la atribución de la indemnización obtenida
por daño moral, cuando se ejercita y prospera la acción resarcitoria
por ofensas a la memoria del difunto. Se delimitan dos soluciones diversas
según entre en juego el supuesto del art. 4 o del art. 6. Como la víctima ya no puede ser indemnizada, pues
no se daña a una persona sino a la memoria del fallecido, es menester señalar a
quién corresponderá el importe de la indemnización obtenida, aunque tratándose
de ofensas a aquélla, debería ser la estrictamente necesaria para la reparación
de los daños causados, y nunca deberían lucrarse los que ejercitan la acción
como guardianes de la memoria. Tendrán derecho a resarcirse, sin duda, de los
gastos que el proceso y sus circunstancias puedan irrogarle, como ya señalamos.
Veamos los dos supuestos:
2.1. Art. 9.4 primera parte:
el importe de la indemnización por el daño moral, en el caso del artículo
cuarto, corresponderá a las personas a que se refiere su apartado dos y, en su
defecto, a sus causahabientes, en la proporción en que la sentencia estime que
han sido afectados. Como acabamos de exponer, cuando la ofendida es
solamente la memoria defuncti, el quantum
indemnizatorio sólo debe servir para reparar el daño causado ex art. 1902 (carácter resarcitorio),
nunca para sancionar una conducta injustamente lesiva (carácter punitivo). Pero
si, una vez restaurada la imagen o el buen nombre del fallecido, hay una
cantidad sobrante, el cónyuge y los familiares enumerados en el art. 4.2 son prioritariamente los únicos destinatarios de
la indemnización. Los miembros de UCD del Senado, que se opusieron a que los
demandantes fueran los perceptores del importe por creerlo injusto[67],
“no supieron lo que hacían”. Cuando el difunto designó en vida a una persona
para que accionara en defensa de su memoria, es porque confiaba plenamente en
él, coincidiera o no con la cualidad de heredero o pariente próximo. Seguro que, al menos, hubiera recompensado
los desvelos procesales y añadidos del custodio de su buen nombre haciéndolo
beneficiario de la indemnización. De otro modo, puede suceder que el designado
en testamento ex art. 4.1 ejercite la acción, y si no
coincide con el cónyuge o alguno de los parientes enumerados en el art. 4.2, vea como las sumas obtenidas escapan de sus manos
para marchar veloces a los bolsillos de estos últimos[68].
Es decir, “unos cobran la fama y otros cardan la lana”, o si se prefiere, “unos
mueven el árbol y otros se llevan las nueces”.
En defecto del cónyuge,
descendientes, ascendientes y hermanos, son favorecidos los causahabientes. “En
defecto” puede significar que aquéllos no vivan al tiempo del fallecimiento (art. 4.2 in fine); que vivan, pero renuncien; que se
hallen en ignorado paradero. Por causahabientes del difunto entendemos, sobre
todo, a los herederos y legatarios de parte alícuota, pero también a cualquier
beneficiario por vía sucesoria que traiga causa o título del causante.
Unos y otros reciben la
indemnización no de forma igualitaria, sino equitativa: en la proporción en
que la sentencia estime que han sido afectados (art.
9.4): es un juicio de equidad muy difícil, porque lo complica el legislador.
Parece que “afectados” son los familiares y causahabientes, y la pregunta es
¿Qué significa aquí quedar “afectados”? Puede significar afectados por
un mayor sufrimiento al tratarse de parientes muy próximos (quizás unos más que
otros, según se deducirá de la demanda, testimonios, pruebas, etc.); puede
significar, y creo que es la interpretación correcta, que las ofensas a la
memoria del difunto han extendido sus efectos maléficos a unos familiares o
herederos en grado más dañoso que a otros, de modo que la difamación del
difunto se ha traducido en deshonor o infamia para el cónyuge o determinado
pariente en mayor medida que a otros allegados beneficiarios. Deberán, por ello,
ser también compensados en cuantía proporcionalmente superior.
2.2. El art.
9.4 in fine añade: En los casos del artículo sexto, la
indemnización se entenderá comprendida en la herencia del perjudicado.
Como sabemos, en los casos
del art. 6 el fallecido fue víctima de una lesión de
alguno de los derechos de la personalidad (honor, intimidad e imagen). Si
sufrió un daño en vida, en vida se convirtió en acreedor de la indemnización
debida para reparar el daño, conforme al art. 1902
CC. Como titular del derecho subjetivo[69]
a obtenerla falleció sin poder ejercitar la acción (art.
6.1) o continuar el proceso en marcha (art. 6.2).
Llevada a feliz término la acción aquiliana, que
prevé el propio art. 9.2 final, la indemnización
obtenida no es otra cosa que el efecto solutorio del
crédito nacido del acto ilícito en que intervino culpa o negligencia (arts. 1089, 1093 CC), y que, al fallecer el perjudicado,
forma parte del relictum.
Otro desatino especialmente
grave del legislador: los herederos serán los beneficiarios de la indemnización
por mandato expreso del art. 9.4 in fine, pero
sólo están legitimados para ejercitar la acción indemnizatoria las personas
comprendidas en el art. 4. Designado en testamento,
cónyuge o familiares, si no reúnen la condición de herederos, una vez más
“sacuden el nogal” (mejor, lo varean, porque un buen nogal es imposible
sacudirlo), pero las nueces son para los sucesores hereditarios. Si se trata de
derechos patrimoniales transmisibles mortis
causa, como los que dan derecho a cobrar una indemnización, lo normal es
que sean los herederos quienes ejerciten las acciones que afectan al caudal
relicto, pues ellos son los sucesores del difunto en sus derechos y
obligaciones (arts. 659, 661 CC). El legislador, a
fin de favorecer al difunto ampliando el círculo de legitimados para defender
su memoria, no comprendió que a menudo no son los afectos, sino los intereses
los móviles de tantos humanos[70].
Si éstos no se satisfacen, aquéllos pueden aletargarse.
3. El art.
9.5 establece un período de tiempo para accionar frente a las violaciones de
los derechos de la personalidad: las acciones de protección frente a las
intromisiones ilegítimas caducarán transcurridos cuatro años desde que el
legitimado pudo ejercitarlas.
Sorprende que el legislador
haya establecido un plazo de caducidad, y no de prescripción, inusual en tema
de responsabilidad civil, si tenemos en cuenta, sobre todo, los arts. 1968.2º y 1969 CC. Sorprende también la ampliación
tan notable del tiempo, comparado con el año para la prescripción ordinaria de
la acción de responsabilidad civil por injuria o calumnia (art.
1968.2º CC). Quizás, como se ha pensado, debe aplicarse el plazo del año ex art. 1968.2ª CC para la acción resarcitoria,
y el de caducidad de los cuatro años ex LO 1/1982, para la reparación de los
derechos de la personalidad violados[71].
El comienzo del cómputo para
el ejercicio de las acciones protectoras (de cesación, cautelares e
indemnizatorias) se establece con la frase usual del art.
1969 CC: “desde que el legitimado pudo ejercitarlas”. Locución de gran vaguedad
e indeterminación, que obliga a un juicio de equidad por parte del Juez según
el supuesto concreto a resolver. No puede formularse, como hace alguna autora,
una especie de disyuntiva entre el momento de la vulneración del derecho y el
del conocimiento por su titular, a modo
de alternativa, respectivamente, entre seguridad y equidad[72].
Tanto el art. 9.5 de la Ley de 1982, como el art. 1969 remiten al Juez a una necesaria valoración
equitativa, pero sin perder nunca de vista la seguridad jurídica en la
determinación del dies a quo. Y la
equidad sólo cumple su misión al servicio de la seguridad jurídica si el
cómputo para el ejercicio de las acciones reparadoras y resarcitorias
comienza “desde que lo supo el agraviado”, según el art.
1968, 2º CC (de carácter subjetivo), en
relación con los dos preceptos anteriormente citados. Esto significa, tener
conocimiento pleno de las ofensas inferidas al titular de los derechos de la
personalidad. Pues aunque doctrina y jurisprudencia han tratado de contraponer
el criterio del art. 1969 CC (de índole objetiva),
que sigue el art. 9.5, con el del art.
1968, 2º CC (de carácter subjetivo), si los valoramos en tema de ofensas a los
derechos de personalidad, el legitimado sólo podrá ejercitar las acciones
protectoras, como prevén los mencionados preceptos, si el agravio es conocido
por el perjudicado (art. 1968, 2ª CC): poder y
conocer son simultáneos, pues únicamente tras ver, leer o escuchar en
medios informativos la relación de conductas ofensivas, puede accionarse ante
los Tribunales. Como bien dejó escrito Gregorio López, glosando el título de la
Partida referente al plazo del año para demandar por injuria o calumnia, éste
no debe correr si se desconoce la ofensa: ego...crederem
non currit (annus iste) ignoranti iniuriam[73].
Si por circunstancias verdaderamente fortuitas, o en exceso
dificultosas, o por estado de necesidad, no pudiera ejercitar las
acciones el agraviado una vez conocida la ofensa, será el propio perjudicado el
que tendrá que probar cumplidamente las circunstancias impeditivas. Demostrada
su existencia y el carácter obstativo, el término
empezará a transcurrir “una vez que ya se puede ejercitar la acción”. Pero la
regla general, insistimos, es la de que el plazo comienza desde que el
legitimado es consciente de la intromisión ilegítima.
[1] Ha sido la propia
Jurisprudencia del TS la que ha reconocido en diversos fallos que se contemplan
tres derechos distintos, y no un derecho tricéfalo, aunque tratándose de la
intimidad y la imagen reconoce que "tienen más difícil separación
dogmática y pragmática" (STS 17 diciembre 1997). Vid. al respecto M.L. PALAZÓN GARRIDO, La protección post mortem del
contenido patrimonial del derecho a la propia imagen (consideraciones al hilo
de la sentencia del Tribunal Supremo Federal Alemán de 1 de diciembre e 1999:
caso "Marlene Dietrich").
"Actualidad Civil", nº. 20, mayo 2003, pp.
495 ss, esp. p. 500.
[2] P. SALVADOR, ¿Qué
es difamar? Libelo contra la Ley del Libelo, Cuadernos Civitas,
Madrid 1987, p. 36.
[3] R. CASAS, Comentario
STS 9 de febrero de 1990, "Cuadernos Civitas",
p. 595.
[4] J.L. LACRUZ y continuadores, Elementos de Derecho civil,
I. Parte General. II. Personas, Barcelona, Bosch
1990, p. 28.
[5] Precisamente
porque vivir, como explica X. ZUBIRI, es estar constituidos en camino, sumus in via; el
hombre vive en secuencia, y la vida es constitutivamente itinerario. La muerte
es el fin del hombre decurrente. También la personalidad, como figura real y
efectiva que la persona subsistente ha ido cobrando a lo largo de su vida,
desaparece con la extinción del homo viator
(para estas ideas, vid. Sobre el Hombre, Alianza Editorial, Madrid 1986,
p. 662 ss; 128).
[6] J.L. LACRUZ, op. ult. cit., p. 31.
[7] CICERÓN, De Republica, IV, I.
[8] "El heredero
representa al propio causante una vez que la herencia ha sido aceptada. Ambos
son considerados como una sola persona respecto de terceros. Antes de la
aceptación del heredero, la herencia se considera como si estuviera poseída por
el difunto" (ofrecemos la traducción del texto original). Como puede
verse, el artículo representa una mezcla de las peores influencias del ius commune sobre
la concepción de la hereditas y del
pensamiento racionalista de la Ilustración wolffiana.
Mal puede el heredero representar a un representado que no existe, y menos
cuando la adición hereditaria lo ha hecho único titular del caudal relicto. Los
terceros, una vez fallecido el causante, sólo desean conocer la situación
jurídica de éste ante mortem y dirigir sus pretensiones frente a
ejecutores testamentarios y herederos. La herencia, finalmente, mientras es
aceptada, ni siquiera por una ficción jurídica puede poseerla el difunto. Sólo
los vivos poseen y señorean bienes. Como ha escrito P. SALVADOR, la misma
doctrina austriaca abandonó hace ya mucho tiempo la tesis que resulta del
entendimiento literal de la regla (Discurso de Contestación al Discurso de
Investidura de Juan Vallet de Goytisolo
como Doctor Honoris Causa por la Universidad Autónoma
de Barcelona, Bellaterra 1985, p. 129, n. 47).
[9] Fundamentales,
entre otros, el pasaje de Gayo (Nihil
est aliud hereditas quod successio in universum ius quod defunctus habuerit: D. 50, 16, 24); de Paulo, que ve al heredero
como qui in ius defuncti succedit (D. 41, 3,
4, 15), o de su maestro Papiniano: heres in ius omne defuncti succedit
(D. 44, 3, 11). Lo que pudo ser una forma de expresar la cualidad de heredero
como sucesor in locum et ius
del causante, acabó para muchos autores en una innecesaria identificación. Caso
típico, el de Bartolo (si lo sacamos de contexto)
cuando afirma que la herencia et personam defuncti continet
in omnibus iuribus, quae defunctus habuit (D. 29, 1. In Primam Infortiati
Pantem, Venetiis, 1590). Es un texto muy
gráfico para entender "la continuidad de la personalidad", si
traducimos la expresión del genial comentarista en el sentido de que la persona
del difunto se perpetúa en todos sus derechos, que tras la adición adquiere el
heredero. (Sobre estas cuestiones, es fundamental el mencionado Discurso de
Contestación de P. SALVADOR sobre el título de heredero, al que me
remito). Al modo como en nuestros días se inicia el art.
1 del Código de Sucesiones de Cataluña: L'hereu
succeix en tot el dret del seu causant.
[10] R. v. JHERING, en
su segunda Carta, dentro de la serie Vertrauliche
Briefe einer Unbekannten, “Preussische Gerichtszeitung”, 85, 1861, 17 ss.
Las Cartas, junto con otros trabajos, fueron publicadas en 1884 con el título Scherz und Ernst in der Jurisprudenz
(entre las versiones al español, a mi me complace especialmente la de Román
RIAZA, Jurisprudencia en broma y en serio, Madrid, ERDP, 1933.), que E.
WOLF en su excelente Grosse Rechsdenker, 4ª Anfl. 1963,
pp. 60 ss valora con excesivo rigor. En todo caso, Jhering ridiculizó sin piedad la doctrina del heredero como
continuador de la personalidad inextinta del difunto. Muchos, dice el genial
romanista, definen la herencia como el derecho a la personalidad del difunto.
Pero mientras unos entienden que tras la aceptación, la personalidad se
disuelve como la nube que se intenta abrazar, “otros, y particularmente Puchta, son tan humanos que no tienen inconveniente en que
la personalidad del causante sobreviva en la de los herederos próximos y en
todos los siguientes hasta el fin del mundo, de modo que vendría a hacerse
realidad, desde el punto de vista jurídico, la transmigración
de las almas pitagórica o, si se prefiere, la inmortalidad de la persona” (...andere und namentlich
auch Puchta so human sind, die Persönlichkeit
des Erblassers in der des nächsten un aller folgenden Erben bis ans Ende der Welt
fortleben zu lassen, womit die
pytagorische Seelenwanderung
oder, wenn man lieber will,
die persönliche Unsterblichkeit vom juristischen Standpunkt aus verwirklicht sein möchte!... (Erster
Briefe en “Preussische Gerichtszeitung”), 3, 1861, p. 10).
[11] P. SALVADOR, Discurso
de Contestación, cit., p. 111.
[12] Como si los
difuntos continuaran en sus propiedades (domini rerum) y los herederos fueran meros procuradores in rem suam, según enseñó en
algún momento Leibniz. No es extraño que R. v. Jhering, sumergido en una profunda crisis interior,
dirigiera sus críticas acerbas, amarga e implacablemente, frente a estas
concepciones de los maestros de la construcción lógica.
[13] Así Juan Ramón
Jiménez en sus conocidos versos: “y yo me iré...y en el rincón aquel de mi
huerto florido y encalado, mi espíritu errará, nostálgico”; “me iré y volveré
mil veces en el Viento”, según el poema de León Felipe.
[14] Por todos, P.
SALVADOR, Discurso de Contestación, cit., pp.
14 ss.
[15] Non omnis moriar, multaque
pars mei vitabit Libitinam: usque ego postera crescam laude recens, dum Capitolium scandet cum tacita virgine pontifex (Od. III, 30, 6-9): “no moriré totalmente, y gran parte de
mi escapará de la diosa funeraria: siempre renaciente, creceré en fama
venidera, mientras el Pontífice acompañado de la Vestal callada ascienda al
Capitolio”. Bien define este pasaje la memoria defuncti,
en este caso inmortal y no sólo mientras arda el fuego sagrado de Roma (como el
poeta predijo), en cuanto perdurabilidad entre los vivos de algunos rasgos
indelebles de la personalidad extinta.
[16] F.C. v. SAVIGNY, Vermischte
Schriften, Berlín, 1850, Bd. I, pp. 109-110.
[17] Glosa marginal mía
manuscrita al trabajo entonces inédito (hoy publicado en el “Libro Homenaje a Vallet de Goytisolo”, vol, VI, Madrid, 1988, pp. 789 ss)
de M. YSÁS SOLANES, La protección de la memoria del fallecido en la LO
1/1982. Citaré siempre el original manuscrito, y separadamente mis
comentarios.
[18] Recordando
gozosamente su amistad indeleble con Escipión,
Cicerón lo rememora como si para él estuviera vivo (vivit
tamen semperque vivet), y el paso del tiempo no hará que desaparezca,
sino que se acordará de él con mas intensidad: aluntur potius augentur cogitationes et memoria
(De amicitia, 27, 102, 104). Salustio pone de relieve que, en contraste con la brevedad
de la vida, nos conviene hacer lo más larga posible nuestra memoria (memoriam nostri quam maxime longam
efficere), no mediante la gloria tan pasajera
como frágil de las riquezas o de la belleza, sino con la “virtus”, que se posee gloriosa y eternamente (De coniuratione Catilinae, I,
3-4).
[19] D. ESPÍN rechaza,
uniéndose a la generalidad de la doctrina moderna, las tesis que ven en el
heredero un transmisario, continuador o representante
de la personalidad del difunto, que sólo tienen un valor metafórico, pura
imagen de lo que verdaderamente acontece en la sucesión hereditaria. (Derecho
Civil Español, V. Sucesiones
, 3ª ed. ERDP, Madrid, 1970, p. 9).
[20] M. YSÁS afirma que
en esta posición del Grupo Comunista subyace la idea de la continuación de la
personalidad del causante, después de la muerte (La protección de la
memoria..., cit., n. 9).
[21] Un comentario
detenido y documentado a esta STC lo realizó en su día F. IGARTUA, La
protección de los aspectos personales y patrimoniales de los bienes de la
personalidad tras la muerte de la persona, La Ley, 2 febrero 1990, pp. 1-7.
[22] F. IGARTUA, La
protección de los aspectos personales..., cit.,
p. 2-3.
[23] J.L. LACRUZ, Elementos, I, vol.
2º. Personas, cit., p. 31.
[24] P. SALVADOR, ¿Qué
es difamar?..., cit., pp. 36-37.
[25] Como ha señalado A.L. CABEZUELO, la codicia, y no el cariño ni la
solidaridad, puede inspirar no pocas reclamaciones judiciales en este sentido:
padres/hijos despegados, que permanecieron ajenos a las necesidades que sus
hijos/padres experimentaron en vida y que se sienten “ofendidos” gravemente por
cualquier nimiedad, sabedores de que con un poco de suerte puede serles
concedida una sustanciosa indemnización (Breves notas sobre la protección
post mortem de honor, intimidad e imagen, La Ley, 1999-1, 1580).
[26] A.L. CABEZUELO, Breves Notas..., cit.,
p. 1580).
[27] A.L. CABEZUELO, op. y
loc. ult. cit.
[28] X. O’CALLAGHAN, El
derecho al honor en la evolución jurídica posterior al Código civil,
“Centenario del Código civil”. Asociación de Profesores de Derecho civil, vol II, Madrid, 1990, p. 1556.
[29] La memoria defuncti tiene, al igual que el resto de los seres de
este mundo, una duración limitada. Como escribió Marco Aurelio “todo se
extingue y poco después se convierte en legendario. Y bien pronto ha caído en
un olvido total... ¿Qué es, en suma, el recuerdo sempiterno? Vaciedad total” (Meditaciones,
Edit. Gredos, Madrid, 1983,
p. 91). La caducidad es inherente a la vida del hombre y a todas sus secuelas.
[30] Glosa marginal
al trabajo de M. Ysás, cit.,
p. 18.
[31] De KANT tomó el
Derecho de los tiempos modernos el concepto de dignidad (v. gr. el art. 1.1 GG 1949). Como expuso el gran filósofo, el ser
humano es, en sí mismo, dignidad, pues no puede ser utilizado por otro como un
simple medio, sino como un fin. En esto consiste la dignidad de la persona, que
la eleva por encima de los otros seres. La relación jurídica fundamental es la
de respetar esta dignidad. Los vicios que infringen la obligación de respeto
son la soberbia, la maledicencia y el escarnio. La libertad y la dignidad
elevan al hombre por encima del espacio y del tiempo (Werke,
ed. Por Ernst Cassirer, Berlín 1912, vol. VII,
253). El pensamiento kantiano sobre la dignidad del hombre no es nuevo.
Disertaron admirablemente sobre el tema humanistas, como Pico della Mirándola, Giannozzo Manetti y el español Fernán Pérez de Oliva; o Santo Tomás
(S. Th. II, 2, g. 64, 2), que hace de la dignidad del
hombre la fuente de la libertad (homo naturaliter liber). Kant, con todo, se
inspira en S. Pufendorf, que en su magna obra De iure naturae et gentium (8 volúmenes publicados en 1672 en Lund) dedica páginas admirables a la dignidad del hombre,
en torno a la cual gira toda su construcción del Derecho Natural, y de la que
emanan las ideas de libertad y los derechos innatos de la persona, que serán
cruciales para la preparación del pensamiento ilustrado y del liberalismo
democrático.
[32] P. SALVADOR, ¿Qué
es difamar?... cit., p. 25.
[33] Diccionario de
la Lengua Española, vol II, 21 ed., 2001.
[34] Precisamente
porque el honor tiene su fuente en la dignidad de la persona y en el libre
desarrollo de la personalidad, como principios constitucionales (art. 10.1 CE), según han expuesto I. BERDUGO (Honor y
libertad de expresión, Madrid, Tecnos 1987) y E.
ESTRADA ALONSO, El derecho al honor en la Ley Orgánica 1/1982, de 5 de mayo,
Madrid, Civitas, 1988, p. 70).
[35] P. SALVADOR, ¿Qué
es difamar?..., cit., pp. 36-37; P. SALVADOR y M.T. CASTIÑEIRA, Prevenir y castigar. Libertad de
información y expresión, tutela del honor y funciones del derecho de daños,
Madrid, Pons, 1997, passim,
esp. pp. 88 ss., 164 ss.
[36] P. SALVADOR, ¿Qué
es difamar?..., cit., pp. 96 ss.,
p. 101.
[37] P. SALVADOR, quien
añade refiriéndose al caso de la mujer ejecutada en Valencia (S. 23 septiembre
1986): “una resolución como la comentada perpetúa un mundo de prejuicios, una
sociedad irracional en la que los hijos pagan las miserias de sus padres o,
incluso, y rozando el absurdo, de sus tíos” (op.
ult. cit., p. 100, n. 74).
[38] A. DE CUPIS, I diritti della personalitá,
en el “Trattato de Cicu-Messineo-Mengoni”, Milano, 1982,
2ª ed., p. 259.
[39] G. B. FERRI, Diritto all’informazione
e diritto all’obbio, Relazione al Convegno “Diritto all’informazione: accesso e rettifica”, Centro Internazionale di Diritto Civile italiano e Comparato dell’Universitá degli Studi del Molise, Campobasso, 27-28 settembre 1990,
819.
[40] A.L. CABEZUELO, Breves Notas sobre la protección post
mortem..., cit., p. 1578.
[41] Dice la STS 29
marzo 1989: “los derechos a la intimidad personal y a la propia imagen...forman
parte de los bienes de la personalidad, que pertenecen al ámbito de la vida
privada; salvaguardar estos derechos un espacio de intimidad personal y
familiar que queda sustraído a intromisiones extrañas, y en este ámbito de la
intimidad reviste singular importancia la necesaria protección del derecho a la
imagen propia frente al creciente desarrollo de los medios y procedimientos de
captación, divulgación y difusión de la misma...”
[42] P. SALVADOR, ¿Qué
es difamar?..., cit., p. 92.
[43] J.L. LACRUZ, Elementos, I-2º, cit.,
p. 77.
[44] Según referencia
de Prosser, mencionada por P. SALVADOR, op., ult. cit., p. 104.
[45] Vid., M. YSÁS, La
protección de la memoria..., cit., p. 25.
[46] Sobre el tema es
sumamente interesante el trabajo de M.L. PALAZÓN
GARRIDO, La protección post mortem del contenido patrimonial del derecho a
la propia imagen (Consideraciones al hilo de la sentencia del Tribunal
Supremo Federal Alemán de 1 de diciembre de 1999: Caso “Marlene Dietrich”), “Actualidad Civil”, n. 20, semana 12-18 mayo
2003, pp. 495 ss.
[47] Vid. Para el tema
E. AMAT LLARI, El derecho a la propia imagen y su valor publicitario,
“La Ley”, Madrid, 1992; F. IGARTUA, La protección de los aspectos personales
y patrimoniales..., cit., pp. 5-7; del mismo autor,
La apropiación comercial de la imagen y del nombre ajenos, Madrid, Tecnos, 1991; M.L. PALAZÓN, La
protección post mortem..., cit., pp. 495 ss.
[48] Así opina M.L. PALAZÓN, La protección post mortem..., cit., p. 512.
[49] En este sentido M.L. PALAZÓN, op. y
loc. ult. cit.
[50] Con buen criterio,
M.L. PALAZÓN, op.
y loc. ult. cit.
[51] La tendencia
constante a encomendar a los herederos la defensa del causante ofendido tiene
su origen en el Derecho romano, que investida la figura durante siglos de un
carácter sacral, el heredero está legitimado para
proteger su recuerdo de la iniuria no sólo
cuando ha tenido lugar la aditio, sino en
situación de herencia yacente (D. 47, 10, 1, 6-7: Ulp. 56 ad. ed.). El texto
es claro cuando el heredero ha aceptado, pues éste “tiene interés en que se
mantenga incólume la reputación del difunto”; pero, aun sin adir todavía la
herencia, puede deducirse de las un tanto alambicadas soluciones del texto que
dan Juliano y Labeón (o más bien los manipuladores
posteriores, dada la sabiduría consumada de ambos jurisconsultos), que la
vocación hereditaria legitima al sucesor in omne ius defuncti para actuar
judicialmente en defensa de su causante (sobre la cuestión, vid. recientemente
la monografía de Macarena GUERRERO, La protección jurídica del honor post
mortem en Derecho Romano y en Derecho civil, Granada, Comares,
2002).
[52] M. YSÁS, La
protección de la memoria, cit., p. 9.
[53] M. YSÁS, op. y loc. ult. cit.
[54] Ha dicho M.
YZQUIERDO que a lo que más se parece este “defensor de la memoria” es al albacea
testamentario autorizado por el testador para cometidos distintos de los
“habituales” (art. 901 CC), pero siempre que no se
pierda de vista que los beneficios de la actuación procesal, y a quienes habrá
que rendir cuentas de la gestión, no son aquí los herederos (art. 907, párr. 1º CC), sino las
personas enumeradas en el art. 4.2: (Daños a los
derechos de la personalidad (honor, intimidad y propia imagen), “Tratado de
Responsabilidad civil” coord. por L.F. Reglero, Aranzadi, 2002, p. 1158). Diríamos, más bien, que
la encomienda del testador para defender su memoria se puede comprender entre
las facultades del albacea bien voluntarias (art. 901
CC) o legales (art. 902, 3º CC), pero el albaceazgo
es una figura de más amplio y denso calado institucional y funcional.
[55] Se pregunta M.E. ROVIRA SUEIRO, el porqué de la protección de los
derechos al honor, intimidad y propia imagen cuando estos no trascienden a las
personas relacionadas en el art. 4.2 y cuando son
ejercitados por la persona designada al efecto en testamento o por el
Ministerio Fiscal. La autora entiende que nos encontramos ante una excepción
del art. 32 CC, porque la existencia del hombre no es
sólo corporal sino que comprende aspectos inmateriales a los que la muerte no
afecta de forma tan contundente e inmediata (Daños a los derechos de
la personalidad (honor, intimidad y propia imagen, “Lecciones de
Responsabilidad Civil” coordinadas por F. Reglero,
Aranzadi, 2002, p. 431). Entiendo que no hay excepción posible al mandato del art. 32. CC: la muerte extingue siempre la personalidad
civil, y por supuesto, los derechos de la personalidad en sus aspectos
inmateriales. Ya no existen derechos fundamentales al honor, intimidad e
imagen. Se ampara por voluntad testamentaria o por imperativo legal la memoria
defuncti, que es una prolongación de la
personalidad, en cuanto que originada en el fallecido, perdura en los vivos
como un bien jurídico protegido. Deriva de la personalidad extinta, pero eso no
significa, pese a la dicción de la Exposición de Motivos de la LO 1/1982, que
sobreviva la personalidad, sino recuerdos, sentimientos y afectos que no son
parte de ella. Son vivencias que nacieron de ella, pero conservan existencia
autónoma entre las personas vivas.
[56] En este sentido M.
YSÁS, op., cit.,
pp. 11-12, aunque reconoce que la aprobación del texto de la Ponencia pareció
excluir de la legitimación al nasciturus, pues
se cambió la proposición “parientes sobrevivientes” por “personas que
viviesen”.
[57] H.G. GADAMER, Verdad y Método, trad.
española de A. Agud y R. de Agapito, Edic. Sígueme, Salamanca, 1977, p. 399.
[58] M. YSÁS defiende,
con razón, la conveniencia de que los que no ejerciten la acción sean llamados
al proceso en cuanto pueda afectarles la resolución recaída (op. cit., p. 12).
[59] M. YZQUIERDO, Daños
a los derechos de la personalidad..., cit., p.
1159.
[60] Escribe M.
YZQUIERDO, que no son pocas las personas ilustres cuya memoria puede verse
sometida un siglo después de su muerte a todo tipo de vilipendios, sin que sus
descendientes puedan hacer nada para que el Derecho les ampare (Daños a los
derechos de la personalidad..., cit., p. 1159).
Pero debemos decir que las ofensas a los hombres ilustres es difícil que
empañen los méritos de una personalidad que, transcurrido un siglo, conservan
imperecedera la memoria, y si lo consiguieran, se aproximaría más bien al común
de los mortales y su celebridad estaría cimentada en aire. A una persona que ha
entrado en la Historia de la gloria literaria, científica, política, etc, las lesiones a la memoria de su vida privada no
menoscaban la otra memoria de esa parte de su existencia que lo ha hecho
inmortal para la posteridad. De todos modos, no hay razones de peso para
limitar la actuación del Ministerio Fiscal en el tiempo, pues si tiene entre
sus misiones constitucionales promover la acción de la Justicia en defensa del
interés público, ningún inconveniente debe existir para que tal acción se ponga
en marcha en cualquier época en que se dañe la memoria de una persona
fallecida. Sería, por ello, un buen proceder modificar en tal sentido la norma
que limita el plazo de actuación tanto del Ministerio Público como de las
personas jurídicas, siempre, claro está, que la persona jurídica designada no
se haya extinguido después de los ochenta años.
[61] Glosa marginal
al trabajo de M. Ysás, cit.,
p. 26.
[62] Sobre el tema,
interesantes observación en M. YZQUIERDO, Daños a los derechos de la
personalidad..., cit., pp. 1159-1160. El
galimatías del art. 6.2 lo explica este autor
poniendo de relieve que el legislador de 1982 concibió la normativa de
protección de estos derechos de la personalidad como un mero régimen especial
de responsabilidad civil. En su opinión, los legitimados no herederos no
deberían poder ejercitar acción indemnizatoria alguna, sino solamente las
cautelares, las de cesación y las de abstención (cfr.
op., cit., p.
1160). Ciertamente, no tiene sentido que acciones civiles nacidas en vida del
ofendido, que tienen como efecto la reparación patrimonial del daño, sean
ejercitadas por terceros no herederos cuando van a formar parte del relictum. Si el legislador tenía interés, como parece demostrar, en que las acciones
civiles defensoras de los derechos de la personalidad, en su existencia y
ejercicio, se desviaran del cauce trazado por la sucesión hereditaria, debió
ser coherente con su posición: los que tienen legitimación para accionar, deben
ser los perceptores de la indemnización obtenida “pues es conforme a la
naturaleza que quien soporta los inconvenientes de un asunto, obtenga también
ventajas” (Secundum naturam
est commoda cuiusque rei eum
sequi, quem sequentur incommoda: Paulo,
D. 50, 57, 10).
[63] M. YZQUIERDO, Daños
a los derechos de la personalidad, cit., pp.
1155-1157. En realidad, la ley de 1982 pretendió defender estos derechos
fundamentales con una pluralidad de acciones civiles reparadoras del daño,
entre ellas la propiamente aquiliana de naturaleza
indemnizatoria, aunque no con carácter prioritario, como se deduce leyendo con
cuidado el art. 9.2 Convertir lo subsidiario en
principal, ha sido uno de los errores de nuestros Tribunales, como bien expone
M. Yzquierdo. Por lo demás, se ha advertido
acertadamente que debe huirse del ejercicio completamente arbitrario de estas
acciones orientado, más que a la intención en sí de hacer respetar un interés
legítimo, a la pretensión de una indemnización cuantiosa (A.L.
CABEZUELO, Breves notas sobre la protección post mortem..., cit., p.1533).
[64] P. SALVADOR, ¿Qué
es difamar?..., cit., p. 36.
[65] P. SALVADOR ¿Qué
es difamar?..., cit., p. 37.
[66] M. YZQUIERDO, Daños
a los derechos de la personalidad..., cit., p.
1150.
[67] M. YSÁS, La
protección de la memoria..., cit., p. 35.
[68] M. YZQUIERDO, Daños
a los derechos de la personalidad, cit., p. 1155.
[69] Escribe M.
YZQUIERDO que “el importe de la indemnización ingresará, como lógico correlato
a su carácter de expectativa hereditaria, en el patrimonio hereditario (art. 9.4 in fine) (Daños a los derechos de la
personalidad, cit., p. 1155). Entiendo que lo que
ingresa en el caudal relicto es el derecho de crédito a cobrarlos por la vía de
la responsabilidad civil ex art. 1902 CC, en relación
con el art. 9.2 in fine. Otra cosa es que nos
prospere la acción, porque la sentencia entienda que no hubo ofensa resarcible
al honor, intimidad o imagen.
[70] Siempre que no
pensemos en meros intereses materiales, es válida la afirmación de Jhering: ein menschliches Handeln ohne Interesse ist unmöglich (Der Zweck im Recht, Band
I, 1877, p. 44), y puede que una persona designada testamentariamente
o un familiar no herederos defiendan la memoria del difunto sin que sean
recompensados económicamente (sus intereses son morales o altruistas). Pero no
será lo usual. No es normal embarcarse en un proceso judicial para defender
intereses de otro (por muy amigo o familiar que se sea del difunto), y ver que
los dineros obtenidos se van sin solución al bolsillo de quien no se ocupó del
asunto.
[71] Tesis de F.
IGARTUA (Comentario a la STS 11 abril 1987, “CCJC”, 7, pp. 4567 ss.), no seguida en la práctica por los Tribunales, que
aplican siempre el art. 9.5 Ley 1982, y que M.
YZQUIERDO ve con buenos ojos, porque contribuiría en la práctica a deslindar
acciones indemnizatorias de las puramente restauradoras (Daños a los
derechos de la personalidad, cit., p. 1169).
[72] M. E. ROVIRA
SUEIRO, Daños a los derechos de la personalidad, cit.,
p. 432.
[73] Glosa b de
Gregorio LÓPEZ a la Setena Partida, Título IX, Ley 22, Salamanca, A. de Portonariis, 1955.