DOCTRINA
GENERAL DE LA LLAMADA CULPA MÉDICA
EUGENIO LLAMAS POMBO
Catedrático de Derecho Civil
Abogado
SUMARIO
1.- El
supuesto general: responsabilidad médica basada en la culpa
1.1.- Identificación del problema
1.2.- El contexto general del
problema
2.- El
argumento de base: la naturaleza de la relación médico-paciente
2.1.- La especial relación de
confianza médico-paciente
2.2.- Carácter contractual
2.3.- Obligaciones de medios y de
resultado
3.- El
paliativo del sistema: dulcificación de la carga de la prueba
3.1.- Las objeciones al modelo
3.2.- Los peculiares instrumentos
probatorios al alcance de la víctima
4.- La culpa
médica
5.- La lex artis y los deberes médicos como
medida de la diligencia
5.1.-
Concepto y naturaleza jurídica de los deberes médicos
5.2.-
Bienes esenciales de la personalidad y derechos del paciente
5.3.- Análisis de los principales
deberes médicos
5.3.1.-
Deberes relacionados con la información
a)
El consentimiento informado
b)
El deber de información
c)
El secreto profesional médico
5.3.2.-
Deberes relacionados con la competencia profesional
5.3.3.-
Deberes de asistencia
5.3.4.-
Deber de certificación
1.- EL SUPUESTO GENERAL:
RESPONSABILIDAD MÉDICA BASADA EN LA CULPA
1.1.- Identificación del problema
No
hace mucho tiempo he destacado[1] la enorme abundancia de
cuestiones y problemas que a lo largo de los últimos diez años han venido
acuciando a nuestros tribunales, en
materia de responsabilidad civil del médico [2]. En este aspecto, la
vertiente médica de la responsabilidad profesional no es ajena a lo que viene
sucediendo con todo el moderno Derecho de Daños. Sucede, sin embargo, que la
llegada de los litigios relativos a la responsabilidad civil sanitaria ha sido,
por así decirlo, más tardía y repentina, y menos paulatina. Y tal vez por ese
motivo, ha gozado de una mayor notoriedad, a la que no son ajenas tampoco la
preocupación social y la espectacularidad mediática que suelen acompañar a los
daños derivados de la actividad médico-sanitaria y hospitalaria.
Pero
de todas las cuestiones, la que sin duda mayores quebraderos de cabeza ha
provocado a nuestros tribunales civiles, con la Sala Primera del Tribunal
Supremo como primer exponente, ha sido encontrar un elemento de imputación que,
como requisito inexcusable de toda responsabilidad civil, permita trasladar el
soporte de las consecuencias económicas del daño desde el patrimonio del
paciente “dañado”, hasta el del médico “dañador”. Y ello de forma que se “haga
justicia”, con satisfacción simultánea de los intereses en pugna del profesional
de la medicina, y de la víctima de un daño[3]. Ciertamente, el dilema no
es exclusivo de la responsabilidad médica, sino que sobre cualquier reclamación
indemnizatoria planea siempre ese verdadero abismo que se abre entre el viejo
dogma de la responsabilidad por culpa (no genuinamente aquiliano, en contra de
lo que generalmente se cree), con prueba a cargo de la víctima, y la máxima
objetivación de la responsabilidad por riesgo, sólo predicada con verdadera
plenitud en el ejercicio de ciertas actividades, y por expreso y contundente
imperativo legal.
Como igualmente ya he señalado, el
problema no ha encontrado, pese a su grave importancia, un tratamiento unívoco
en la jurisprudencia. Parece como si nuestro Tribunal Supremo llevase medio
siglo debatiéndose en una dialéctica irresoluble, en un dilema fatal, entre la
letra de los artículos 1101 y 1902 del Código civil, textualmente aferrada al
secular esquema culpabilista, y el espíritu forjado por una sociedad mucho más
sensible a los intereses de las víctimas y mucho más expuesta a los riesgos y
los daños, y por ello, abiertamente proclive a modelos objetivos de
responsabilidad. Sin embargo, no todo es incertidumbre y vacilación, y en los
últimos años se han venido consolidando unos criterios suficientemente claros
(aunque no exentos de excepciones y matices) que permiten realizar la
imputación subjetiva de un daño determinado. Y, sobre todo, de establecer un
sistema de reparto de la carga de la prueba acerca de los hechos en los que se
sustenta esa imputación.
1.2.- El contexto general del problema
Es
bien conocida la evolución que ha sufrido nuestro sistema de responsabilidad
civil en el último tercio de siglo, lo que nos exime aquí de describirla con
minuciosidad. Baste recordar que nuestra jurisprudencia ha venido realizando un
significativo esfuerzo dirigido a conjugar el texto absolutamente culpabilista
de nuestro Código civil, con el espíritu de las corrientes favorables a los
criterios objetivos de imputación subjetiva. Ello lleva a De
Angel a señalar que hay una “tendencia de la jurisprudencia a orientar
la interpretación y aplicación de los principios jurídicos tradicionales
-basados en la doctrina de la culpa- por caminos de máxima protección de las
víctimas de sucesos dañosos”[4]; Díez Picazo alude a una verdadera “deformación de la noción
de culpa civil”, según la cual nuestra responsabilidad es teóricamente por
culpa, y prácticamente objetiva[5]; y Rogel Vide habla simplemente de “expedientes
jurisprudenciales paliativos” del principio de responsabilidad por culpa[6]. En la doctrina francesa,
con agudeza y mayor profundidad ha señalado Yvonne Lambert-Faivre[7] que el eje de la responsabilidad civil ya no
es el “sujeto responsable”, sino el “objeto” de la responsabilidad, o sea, la
reparación del daño. En otras palabras, el sistema evoluciona desde un Derecho
de daños que giraba en torno a la deuda de responsabilidad, hacia otro que lo hace alrededor del crédito
indemnizatorio.
En
efecto, suelo afirmar, plásticamente, que en la segunda mitad del siglo XX
hemos asistido a un cambio de protagonista dentro del teatro de la
responsabilidad civil: el “primer actor” ya no es (como en el artículo 1902 del
Código civil) “el que causa daño a otro”, ni tampoco (como en el artículo 1101)
“los que incurrieran en dolo, negligencia o morosidad...”, sino precisamente
ese “otro” que es víctima de un daño extracontractual o contractual, de manera
que importa poco por quién o por qué motivo se va a afrontar la indemnización
de ese daño, con tal de que dicha reparación se produzca. El protagonista es
ahora la víctima, de manera que la formulación de los preceptos nucleares de
nuestro sistema de responsabilidad civil podría ser muy distinta, para señalar
que “todo aquel que sufre un daño antijurídico tiene derecho a ser indemnizado”,
o algo parecido. Así, lo relevante hoy no es la antijurididad (a veces
inexistente) de la conducta que causa el daño, sino la antijuricidad del daño
mismo. Y por eso, cabe hablar de un
(relativamente nuevo) principio general de nuestro Derecho, que podría
formularse como el favor victimae o
principio pro damnato[8]
que, en palabras de Díez-Picazo,
encierra una regla general por la que “todos los perjuicios y riesgos que la
vida social ocasiona deben dar lugar a resarcimiento, salvo que una razón excepcional
obligue a dejar al dañado solo frente al daño”[9].
En
la práctica, es sabido que todas esas ideas han encontrado una doble vía de
influencia: por una parte, han propiciado la paulatina aparición de un buen
número de leyes especiales, que consagran la responsabilidad objetiva de
quienes causan daños como consecuencia del ejercicio de otras tantas
actividades particularmente peligrosas; y, por otra, se han reflejado en unos
cuantos cambios en la hermenéutica de los preceptos del Código civil, estableciendo
unos criterios interpretativos que hoy son moneda de uso corriente en nuestra
jurisprudencia y que pueden resumirse en los siguientes[10]:
1º)
Inversión de la carga de la prueba, a través de una suerte de presunción[11] de que quien causa un
daño lo hace negligentemente, y a él le corresponde desvirtuar tal presunción.
Criterio que no aparece brusca e inopinadamente a partir de las famosas
Sentencias del TS de 20 octubre 1963, 23 marzo 1968 y 11 marzo 1971[12], sino que vino precedido
por toda una corriente más modesta, que precisamente se basaba en el principio pro damnato, el cual, según la STS de 5
abril 1953, obligaba a incorporar el
principio de favor probationem para
aquellos casos de difícil prueba en beneficio del más débil.
2º)
Expansión de la apreciación de la prueba, criterio que viene a conectar el
principio de inversión que acabamos de mencionar con los problemas de
causalidad. Ha sido formulado en los siguientes términos: “cuando no se puede
probar con exactitud la causa del daño, es el agente quien debe probar su
propia diligencia”[13].
3º)Elevación
del nivel de diligencia exigible en el desarrollo de cualquier actividad,
mediante una aplicación extremadamente rigurosa del artículo 1104 CC. Las
“circunstancias de las personas, del tiempo y del lugar” obligan a desplegar
una conducta mucho más cuidadosa que la “diligencia simple”, y por ello, para
eximirse de responsabilidad civil ya no basta la diligencia propia del buen
padre de familia, sino que es precisa la diligentia
diligentissimi.
4º)
Insuficiencia, a efectos de diligencia, del cumplimiento de las disposiciones
legales y reglamentarias que contemplan la obligación de tomar medidas de
previsión y evitación de los daños. Si el perjuicio se ha producido, razona
nuestra jurisprudencia, es que esas medidas eran insuficientes y, por tanto,
incompleta la diligencia desplegada por quien causó el daño.
1.3.- Solución dispensada a la responsabilidad médica
Es
preciso aceptar que, en cierto modo, la responsabilidad médica escapa al
contexto general que acabo de describir, sin que ello signifique una verdadera
“excepción”, como luego se indicará. La doctrina que ha venido manteniendo el
Tribunal Supremo al respecto puede resumirse en dos ideas:
1º)
Rechazo radical de la responsabilidad objetiva en la responsabilidad médica a
partir de la STS 13 julio 1987[14]. Dicho de otro modo: la
responsabilidad médica siempre ha de basarse en la existencia de una culpa, lo
que excluye la aplicación del riesgo u otros elementos de imputación.
2º)
La carga de la prueba se atribuye siempre a la víctima, en una rígida
aplicación del principio que contemplaba el hoy inexplicablemente derogado
artículo 1214 del CC, y ahora proclama en forma mucho más confusa y
asistemática el artículo 217 LEC[15].
2.- EL ARGUMENTO DE BASE:
LA NATURALEZA DE LA RELACIÓN MÉDICO-PACIENTE
Tal
posición se justifica por el TS[16] en la propia naturaleza
de la relación que vincula al médico con el paciente. Relación que viene
caracterizada por los siguientes rasgos distintivos:
2.1.-
La especial relación de confianza médico-paciente
No se puede discutir que
en la eficacia de toda actividad terapéutica influye de manera importante la
relación de confianza médico-paciente[17]. En este sentido se ha dicho también que el
"ministerio médico" implica una "presunción de confianza",
lo que otorga al facultativo poderes excepcionales en una materia que interesa
esencialmente a la persona, como es la salud e integridad física, lo que
justifica ese prestigio (el antiguo “temor reverencial”) que la sociedad profesa
a sus médicos.
La confianza parece
esencial en la relación médico-paciente, por dos razones fundamentales: en
primer lugar, porque cuando nos ponemos "en manos de" un médico,
estamos barajando algo tan grave como la integridad física, la salud o, incluso
la vida, y lo hacemos precisamente a causa de la propia ignorancia o ineptitud
para controlar nuestra salud sin su ayuda; acudimos a esa autoridad que inspira
confianza. Existe un segundo motivo en el orden del deber ser, que viene dado
por los efectos psicológicos que en la curación de numerosas dolencias produce
el saber que "un buen médico" se ocupa de nuestra enfermedad, y lo
esperamos todo de su reconocida competencia profesional.
Pero ello tiene además
otra lectura: la desigualdad en que se encuentran el médico (experto) y el
paciente (profano). Desigualdad radical que también debe tener algún reflejo
jurídico dentro del proceso donde se ventila la responsabilidad civil del
primero, y muy especialmente en materia de prueba, como veremos.
2.2.- Carácter contractual
Resueltas hoy las viejas
polémicas al respecto[18], la mayor parte de la
doctrina y jurisprudencia afirma el carácter contractual de la relación entre
médico y paciente, principalmente a partir de 1936, momento en que la jurisprudencia francesa, tras un
cambio, en cierto modo radical, sentó este principio. En efecto, también la
jurisprudencia italiana mantiene esta tesis, igual que la propia jurisprudencia
de nuestro Tribunal Supremo[19]. De cualquier manera, y a
pesar de que resulta una idea algo heterodoxa, se sigue la vía de la
responsabilidad contractual, incluso aunque no sea del todo evidente la
existenzia de un contrato; pensemos que muchas veces es un miembro de la
familia del enfermo, su empresario u otra persona allegada 1a que solicita los
servicios del médico, o incluso, en los supuestos de ausencia de honorarios[20], que constituyen la
contraprestación correspondiente al sinalagma de ese contrato. Lo que no obsta
para que puedan identificarse algunos supuestos de relación (y por ello, de
responsabilidad) extracontractual[21]:
1. -Si un
sujeto solicita la intervención de un médico -"intenta" el inicio de
una relación contractual, podría decirse -, que se niega a actuar, con la
consiguiente irrogación de un perjuicio para ese sujeto, la responsabilidad
derivada de esa negativa deberá considerarse extracontractual sin género de
dudas[22]. Ciertamente, el contrato
nunca ha existido. No obstante, no siempre se genera una responsabilidad del
médico cuando rechaza aun determinado
paciente, sino que es necesario que se produzca un abandono de ese paciente
para que el daño que éste sufre sea indemnizado.
2. -También
debe considerarse indudablemente como supuesto de relación extracontractual, el
del médico que atiende con carácter urgente a un sujeto que encuentra en la vía
pública en estado de inconsciencia, víctima de un accidente o enfermedad
repentinos.
3. -Otro
supuesto en el que no puede hablarse de relación contractual médico-paciente,
es el que se presenta cuando el médico ha contratado con una entidad,
obligándose a atender a los pacientes que ésta señale. Cuestión diferente es
que se aprecie la existencia de una responsabilidad contractual de la
institución o entidad.
4.
-Tratamiento similar recibe el caso del médico funcionario público o contratado
al servicio de instituciones sanitarias dependientes de la Admínistración
sanitaria, que en su condición de tal, ha de atender a los beneficiarios de
prestaciones sanitarias públicas.
5. -Como es
lógico, deberá acudirse a la responsabilidad aquiliana en los rasos de nulidad
del contrato médico-paciente, por ejemplo por la ilicitud del objeto. Sin
embargo, las hipótesis de vicios del consentimiento plantean ciertas
dificultades. Parece correcto aceptar que en tales supuestos la responsabilidad
sea contractual mientras no sea alegada la nulidad.
6. -
Evidentemente, si el perjuicio por una actividad médica es un tercero, ajeno a
la relación contractual, la responsabilidad del médico será de naturaleza
extracontractual.
7. - Cuando la
conducta del médico sea constitutiva de delito o falta penal, de ella derivaría
una responsabilidad aquiliana, en los términos y con las referencias legales
que son bien conocidas, junto con la unánime crítica a nuestro distorsionador
sistema dual para regular una única realidad jurídica.
2.3.-
Obligaciones de medios y de resultado.
En la actividad del
facultativo confluyen obligaciones de medios y de resultado, lo que, por otra
parte, conlleva importantes consecuencias en materia de responsabilidad civil.
La distinción entre ambos tipos de obligaciones proviene de la existencia,
junto a las obligaciones en que el deudor se compromete a la realización de un
acto determinado, al logro de un resultado,
de otras en las que debe tomar ciertas medidas o medios que normalmente se encaminan a producir un cierto resultado.
Así, otros autores se refieren a “obligaciones determinadas” y “obligaciones
generales de prudencia y diligencia”, al entender que, si bien la diligencia
viene impuesta también en las obligaciones de resultado, en las de medios, el
deudor se compromete de forma exclusiva y precisa a obrar diligentemente para
conseguir el resultado.
No han faltado doctrinas
contrarias a la distinción entre obligaciones de medios y de resultado, y que
afirman que todas las obligaciones son de diligencia. Ciertamente, existen
serias dificultades dogmáticas a la hora de identificar el criterio de
distinción entre obligaciones de medio y de resultado. Quizá el más claro sea
el carácter aleatorio o, por el contrario, cierto, del resultado querido por el
acreedor.
Pero en general, todos los
autores partidarios de la distinción entre obligaciones de medios y de
resultado, aluden como paradigma de las primeras a la obligación del médico. Y
aquellos otros que niegan tal cualidad a la obligación del médico, lo hacen
como consecuencia de su posición contraria a la distinción entre ambos tipos de
obligaciones.
En España, y a partir de una doctrina que algunos
autores expusimos con detalle en los años ochenta[23], ha sido tardía pero decidida la aplicación de la
distinción entre obligaciones de medios y de resultado a la actividad médica
por parte de la jurisprudencia; ya las SSTS (Sala 2ª) de 5 julio 1877 y 8
octubre 1963, y la de la Sala 1ª de 21 marzo 1950 se hacían eco de la
distinción. Y a partir de las SSTS (Sala 1ª) 20 febrero y 4 noviembre 1992, o 26 mayo 1986, se afirma
que “la actividad médica genera
obligaciones de medios y no de resultado, pues el médico no está obligado a
curar al enfermo, sino a proporcionarle todos los cuidados que requiera, según
el estado de la ciencia y la denominada lex artis ad hoc”.Por su parte,
indica la STS 29 septiembre 1991 que ha de rechazarse la responsabilidad por
riesgo porque “el médico no crea riesgos
sino trata los peligros de la enfermedad” [24]..
En efecto, toda actividad
médica conlleva una incetidumbre y un alea, de los cuales el facultativo nunca
podrá desprenderse, por más que la ciencia avance y la técnica aporte nuevos y
sofisticados medios . La propia complejidad del organismo humano y la
inevitable influencia de agentes externos a la misma actividad médica, hacen de
esa incertidumbre elemento consustancial a la Medicina . Resulta evidente que,
aunque la intención del médico sea curar al enfermo, a lo único que puede comprometerse
es a utilizar todos los medíos de que intelectualmente disponga y todos los
instrumentos que resulten adecuados para el logro de esa curación.
Dicho esto, no se
debe concebir una idea demasiado
simplista de las obligaciones del médico como de medios. Los tratamientos
ofrecidos por un famoso especialista difieren de los que ofrece un médico
hospitalario o un médico de cabecera. Los medios
de que disponen unos y otros no son los mismos. Por esta razón, la doctrina
nota que la distinción obligaciones de medios-obligaciones de resultado admite
ulteriores subdivisiones y que a menudo en la actividad que despliega el médico
se entrecrucen obligaciones de uno y otro tipo.
Tanto es así, que ni
siquiera cabe una presunción de culpa cuando la curación o el resultado
favorable del tratamiento no se consigue, como parece sostener cierta doctrina;
y así lo entendemos precisamente por constituir cuestiones diferentes el
resultado querido y los medios empleados. Si se fracasa en el tratamiento, todo
lo que puede exigirse al médico es que demuestre la adecuación de los medios
empleados en el tratamiento, pero nunca su total diligencia, lo cual viene
además avalado por las dificultades de orden probatorio que tal exigencia
supondría. De todas formas, sobre la incidencia de esta distinción sobre la
carga de la prueba, volveremos más adelante.
Si partimos de la base de
que el deber principal y, por lo demás, más frecuente de los que asume el
médico - esto es, el deber de asistencia y cuidado del enfermo-, constituye una
obligación de medios, es necesario admitir la existencia de determinados
supuestos en que se presenta una obligación de resultado, bien entendido que se
trata de casos excepcionales. Asimismo, es destacable que son obigaciones
concretas que normalmente forman parte del tratamiento, que se incardinan en
esa obligación más general de medios. Cuando el médico concierta una cita para
un día y hora determinados, el deber de acudir es obviamente de resultado;
igualmente, si bien el compromiso de practicar una transfusión sanguínea
constituye una obligación de resultado, eso no quiere decir que el médico se
comprometa a lograr la finalidad terapéutica para la cual se instrumenta esa
transfusión.
Estos supuestos de
excepción a los que nos referimos pueden obedecer a dos tipos de motivos:
razones de orden práctico, cuando en la actividad médica en cuestión no
interviene ningún alea o lo hace en
muy escasa medida , y razones de orden jurídico, cuando del tenor de un
contrato se desprenda la conclusión de que voluntariamente se pacta una
obligación de resultado. Entre los primeros, cabe citar los siguientes
supuestos:
1º) La emisión
de dictámenes y certificados.
2º) Los
análisis clínicos.
3º) El llamado
contrato de clínica o de hospitalización, en sus distintas vertientes, incluye
indudablemente también algunas obligaciones de resultado, para la entidad o
centro que lo realiza (proporcionar seguridad al enfermo contra los peligros
que pudieran amenazarle y tener en buen estado el material necesario para el
tratamiento).
4º) En
odontología, y respecto a la colocación, adaptación y suministro de prótesis
dentales, existen ciertos problemas aunque en general se considera como
obligación de resultado.
5º) La cirugía
estética, de la que nos ocupamos más adelante, no sin importantes matices que
allí veremos.
6º) Existen
otros supuestos en que cabe asignar al médico una obligación de resultado,
tales como la colocación de prótesis y aparatos ortopédicos, y las
intervenciones menores como la fimosis, amígdalas, etc., siempre que se
realicen en circunstancias normales.
7º) Por
último, cabe aludir a la promesa de curación, como asunción voluntaria de la
obligación de resultado: Se trata del compromiso, asumido contractualmente por
parte del médico, de obtener un resultado satisfactorio al término de su
intervención. Al margen de la licitud de esta sobrecarga de responsabilidad,
que nadie duda, como manifestación de la autonomía de la voluntad consagrada en
el art. 1.255 CC, consideramos difícil tal hipótesis, dado que los problemas de
prueba son graves, al ser habitual la inexistencia de un documento escrito del
contrato del que se desprenda indubitadamente esa característica de la
obligación médica. De todas formas, las promesas de curación hechas por el médico,
siempre y cuando no sean un simple modo de levantar el ánimo al enfermo
constituyen la promesa de un hecho incierto cuya realización no depende sólo de
la voluntad del deudor y cuyo efecto no es otro que la asunción del riesgo del
fracaso producido por caso fortuito o fuerza mayor, posibilidad que ofrece el
art. 1.105 del C. Civil.
No obstante, para la
determinación de la responsabilidad del médico en estos supuestos quizás
resulte más sencillo acudir al incumplimiento del deber precontractual de información
que pesa sobre el facultativo, y recurrir a la culpa in contrahendo que genera
el incumplimiento de ese deber. Basta señalar que el mismo no se cumple con la
mera información, sino que además ésta ha de ser correcta, y , en definitiva,
en estos casos cabe considerar que el paciente accedió a la conclusión del
contrato "seducido" por una información falsa, por una promesa de
curación cierta, que no era posible predecir, cuando realmente no se produjo.
Ello acarrea una responsabilidad aquiliana ex art 1.902 CC, al no estar
tipificada en nuestro Derecho una concreta responsabilidad precontractual.
3.- EL PALIATIVO DEL
SISTEMA: DULCIFICACIÓN DE LA CARGA DE LA PRUEBA
3.1.- Las objeciones al modelo
Ese
trato aparentemente “excepcional” no es fácil de justificar. Como señalé en mi
comentario de una de las sentencias ya mencionadas[25], no se puede negar que
una rígida aplicación de los clásicos principios de culpa, causalidad y carga
de la prueba, puede llegar a frustrar la finalidad reparadora de la responsabilidad
civil, cuando de actividades técnicas y profesionales se trata. En efecto, la
desigualdad entre víctima y profesional (o institución donde se ejerce la
actividad profesional) es patente, en relación con las posibilidades de acceso
al conocimiento que una y otros tienen acerca del desarrollo de los hechos, y
de la valoración técnica o científica de esos hechos[26]. Lo que abiertamente
contraviente el principio pro damnato[27],
pues la demostración de la culpa y la causalidad con arreglo a los esquemas tradicionales
puede llegar a convertirse en una verdadera probatio
diabolica. Así lo reconoce el TS en numerosas Sentencias, de la que resulta
exponente la de 2 diciembre 1996: “en los
casos en que se obstaculiza la práctica de la prueba por las partes, sean actoras
o demandadas, cabe atenuar el rigor del principio que hace recaer la prueba de
los hechos constitutivos de la demanda sobre el actor, desplazándola hacia la
parte (aunque sea la demandada) que se halle en mejor posición probatoria, por
su libertad de acceso a los medios de prueba.
3.2.-
Los peculiares instrumentos probatorios al alcance de la víctima
Tal
constatación ha llevado a la jurisprudencia española a no mostrarse tan
insensible a los intereses de esa víctima, facilitando a la misma la prueba de
la culpa médica y aun de la relación de causalidad, a través distintos
instrumentos que en su mayor parte ya habían tenido eco en la doctrina y en el
Derecho comparado[28], y de los que me ocupaba
con detenimiento recientemente[29]. Baste aquí una palabra
de cada uno de ellos:
1º)
El principio res ipsa loquitur (the
things speaks for itselves), que no es sino una presunción, en virtud de la
cual se permite deducir de un hecho probado y evidente la existencia de culpa[30]. Hay veces en que “las
cosas hablan por sí mismas”, no hace falta que hable el hombre, existe una circumnstantial evidence, que permite
inferir no sólo la causalidad, sino también la culpa: cuando se amputa la
pierna equivocada, o se opera de fimosis en lugar de amigdalitis, o se olvida
una gasa o pinzas en la zona intervenida, o el odontólogo deja caer una pieza
dental dentro de la tráquea del paciente, escasa o nula prueba requiere la
culpa[31]. Lo mismo sucede cuando
el cirujano, en lugar del apéndice, corta otra parte del intestino, o el ginecólogo
deja materia ovular en el curso de un raspado[32]. Aunque la STS 2 febrero
1993 rechazaba la aplicación de dicha regla (que confundía explícitamente con
la inversión de la carga de la prueba), lo cierto es que la aplicado sin
problemas en las SSTS 12 julio 1988[33] y 9 diciembre 1998[34].
2º)
No existen grandes diferencias entre el criterio que acabo de exponer y la
clásica prueba de presunciones que contemplaba el lamentablemente derogado
artículo 1253 del CC (de un hecho cierto y probado, se deduce otro, con el que
existe un enlace preciso y directo), como vehementemente ha demostrado Diaz Regañon[35].
El razonamiento ha sido magníficamente expuesto por De Angel: “el hecho de que la culpa del médico no se presuma
no significa que no pueda acreditarse por medio de la prueba de presunciones,
es decir, mediante la inferencia lógica
por cuya virtud es posible que a partir de un hecho demostrado se deduzca otro (el que hay que probar), siempre
que entre el primero y el segundo exista un enlace preciso y directo según las
reglas del criterio humano”[36]. Así, a partir de la STS de 12 febrero 1990 se abre camino
jurisprudencial la técnica probatoria presuntiva en otras muchas SSTS, como las
de 22 febrero 1991, 30 julio 1991, 13 octubre 1992, 4 noviembre 1992, 23 marzo
1993, etc.
3º)
Análoga a las anteriores es la llamada prueba prima facie o Anscheinsbeweis [37],
consistente en deducir la causalidad y la culpa de máximas de experiencia.
Viene a ser la versión alemana e italiana de la regla angloamericana del res ipsa loquitur. La conclusión o
convencimiento, a diferencia de la prueba de presunciones, no se obtiene aquí
de un hecho absolutamente probado, sino de una máxima de experiencia, o un
“suceso típico”[38].
4º)
Parecida a las anteriores es también la faute
virtuelle, que se limita a deducir la negligencia de la anormalidad del
resultado[39].
En nuestro TS esta doctrina ha tenido una especial incidencia. Ya la SSTS 4
noviembre 1992[40],
que condenaba al INSALUD por un conjunto de posibles
deficiencias, cuando no se sabía a ciencia cierta la causa del daño (si una
enfermedad cardiaca previa, una embolia gaseosa o la disminución de aporte de
oxígeno durante la intervención), puede considerarse un buen ejemplo. Pero
posteriormente ha cobrado un auge especial, deduciendo (presumiendo, podemos decir más correctamente sin temor) la culpa
allí donde se ha producido un resultado
dañoso desproporcionado con lo que es usual comparativamente. Es el caso de
las SSTS 18 febrero 1997[41], 13 diciembre 1997, 19
febrero 1998, 8 septiembre 1998, 9
diciembre 1998 y 12 diciembre 1998[42].
Particular importancia, en este sentido, ha tenido la STS 31 enero 2003, cuyo voto mayoritario decidió casar el fallo absolutorio que la Audiencia Provincial de Bilbao había basado previamente en que “no se ha determinado que (el médico) llevara a cabo una mala, incorrecta o negligente actuación profesional”, casación que se funda, por una parte, en la mencionada doctrina del “resultado desproporcionado, del que se desprende la culpabilidad del autor” y, por otra, en la aplicación de la responsabilidad objetiva que contempla el artículo 28 de la Ley 26/1984, General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios. Como contrapartida, en la sentencia se formula un Voto Particular que sostiene la confirmación de la sentencia de la Audiencia, y la heterodoxia de aplicar tales criterios. El voto mayoritario explica dicha doctrina manifestando que cuando a consecuencia de la actividad médica se produce un resultado extraordinariamente dañoso, unas consecuencias “desproporcionadamente” graves, el facultativo ha de responder, “salvo que pruebe cumplidamente que la causa ha estado fuera de su esfera de actuación”. Y ello se fundamenta, genéricamente, en todos los (muy diferentes de éste) mecanismos paliativos de la carga de la prueba que acabamos de mencionar. Frente a tal argumentación cabe objetar, a mi juicio, lo siguiente:
a) Que no todos esos mecanismos son idénticos, sino que, pese a emparentar ciertamente con la vieja prueba de presunciones, presentan matices muy diversos en el Derecho comparado.
b) Que la que el Tribunal Supremo denomina “doctrina del resultado desproporcionado” puede catalogarse como la versión española de la faute virtuelle francesa, según la cual se deduce la negligencia de la anormalidad del resultado.
c) Que dicha deducción (“presunción”, en definitiva) no resiste un análisis medianamente riguroso, pues como digo más arriba, no hace sino mezclar o confundir culpa con causalidad: se deduce la culpa a partir de la existencia de un nexo de causalidad entre la intervención y su anómalo resultado, o sea, el daño. Y buena prueba de ello la encontramos en las propias palabras del T.S., cuando exige al médico para su exoneración que pruebe que la causa ha estado fuera de su esfera de actuación. Así lo entiende también el Voto Particular, cuando acusa a la posición mayoritaria de la Sala de caer “en un excesivo reduccionismo que minimice el elemento de la culpa embebiéndolo en el nexo causal”.
d) Que tal inversión de la carga de la prueba parece más bien una verdadera presunción de culpa.
e) Que ciertamente, la STS 2 diciembre 1996 (coincidente con la posterior de 29 noviembre 2002) estableció acertadamente que “el deber procesal de probar recae, también, y de manera muy fundamental, sobre los facultativos demandados, que por sus propios conocimientos técnicos en la materia litigiosa y por los medios poderosos a su disposición gozan de una posición procesal mucho más ventajosa que la de la propia víctima, ajena al entorno médico y, por ello, con mucha mayor dificultad a la hora de buscar la prueba, en posesión muchas veces sus elementos de los propios médicos o de los centros hospitalarios a los que, qué duda cabe, aquéllos tienen mucho más fácil acceso por su profesión”. Pero ello en absoluto justifica la aplicación de tal doctrina del “resultado desproporcionado”, sino más bien constituye la esencia de la que he denominado, siguiendo la literatura jurídica comparada, “distribución dinámica de la prueba”, y a la que me refiero inmediatamente.
f) Que como acertadamente explica el Voto Particular, es necesario precisar adecuadamente esa doctrina jurisprudencial del “resultado desproporcionado”, para considerarla “una técnica correctora que exime al paciente de tener que probar el nexo causal y la culpa cuando el daño no se corresponda con las complicaciones posibles y definidas en la intervención enjuiciada. De ahí que, con arreglo a esa misma doctrina, no pueda calificarse de resultado desproporcionado el daño indeseado o insatisfactorio pero encuadrable entre los riesgos típicos de la intervención, esto es, entre las complicaciones que sean posibles aun observando el cirujano toda la diligencia exigible y aplicando la técnica apropiada”.
g) Por último, y en cuanto a la aplicación del artículo 28 de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, con independencia de otras consideraciones (entre otras, la antinomia sangrante de los artículos 25 y siguientes de dicha Ley) que exigirían un análisis mucho más detenido que el razonable en este breve comentario, resulta impecable la crítica que ofrece el Voto Particular, cuando establece que “la aplicación simultánea o acumulativa de dicho precepto (el artículo 28 mencionado) y del artículo 1902 del CC es difícil de justificar, porque si la responsabilidad que aquél establece se entiende objetiva o por el resultado y la regulada por éste se funda en la culpa o negligencia, como inequívocamente dispone su texto y constantemente declara la jurisprudencia, esa aplicación acumulada equivale a sostener algo tan contradictorio como que la responsabilidad del médico es al mismo tiempo objetiva y subjetiva”. Lo que, en definitiva, reduce al absurdo el fundamento del fallo casacional apoyado por el voto mayoritario.
5º) Lo que no hacen ni la doctrina ni la jurisprudencia españolas es encuadrar todos estos fenómenos dentro de la llamada “distribución dinámica de la prueba”, concepto mucho más amplio y omnicomprensivo, que consiste en repartir la carga de la prueba, de manera que se obligue a aportar cada una de las pruebas a aquella parte que se encuentre en mejores condiciones de hacerlo. Algo aparentemente tan sencillo requiere un examen más profundo, que excede al objeto de este trabajo[43]. Baste señalar que dicha doctrina, además de lo que entonces manifesté, encuentra hoy un verdadero apoyo legal positivo en el artículo 217.6 de la Ley de Enjuiciamiento Civil, que vino a incorporar en nuestro ordenamiento el criterio de la “facilidad probatoria”: cada parte en el proceso debe aportar aquellas pruebas que esté en mejores condiciones de obtener.
En
nuestra jurisprudencia, y teniendo en cuenta todo lo antedicho, cabe afirmar
que la ya mencionada STS 2 diciembre 1996 supone un cambio cualitativo en esta
materia, pues (sin decirlo explícitamente)
viene a abrazar la doctrina de la distribución dinámica de la carga de
la prueba[44].
4.- LA CULPA MÉDICA
Si
la jurisprudencia configura la responsabilidad civil del médico como una
responsabilidad inequívocamente basada en la culpa, y a pesar de los paliativos
que se establezcan en cuanto a la carga de su prueba, resulta imprescindible
plantearse: 1º) qué entendemos por culpa a estos efectos; y 2º) si existe una
“culpa médica”diferenciable de la culpa general.
Es
bien conocida la dificultad que entraña el concepto de culpa, como elemento de
imputación de responsabilidad[45]. Entre otros motivos,
porque se trata de una expresión polisémica: se utiliza la “culpa”,
indistintamente, como elemento de toda responsabilidad civil, como variante del
dolo dentro de la antijuricidad, como supuesto de agravación de responsabilidad
en caso de imposibilidad sobrevenida de la prestación, etc. Y aún en el primer
caso, sirve para designar, entre otros contenidos semánticos: 1) La infracción
de un deber contractual (de custodia, por ejemplo, en el depósito); 2) la
vertiente civil de la imprudencia temeraria; 3) la mera impericia profesional;
4) la reprobación social, que a su vez puede dirigirse a la propia conducta, o
al resultado dañoso, o sencillamente de carácter genérico; 5) los supuestos de faute virtuelle ya expuestos, caracterizados por un daño
desproporcionado; etc.
Entre las teorías más
comúnmente aceptadas en torno a la culpa, unas identifican esta con el
"hecho ilícito imputable a su autor" -la imputabilidad como elemento
de la culpabilidad-[46]; otras con la violación
del derecho de otro[47] o de una obligacion
preexistente[48].
Pero cabe aceptar que en sentido propio
propio y específico, culpa es la infracción de un esquema de conducta
predispuesto con carácter preceptivo[49], y más concretamente, la
infración del deber de diligencia, entendiendo ésta en su doble vertiente,
técnica y como utilitas[50].
Sólo puede hablarse de verdadera culpa como violación de deberes de diligencia previamente establecidos (es la llamada duty situation). Así, coincidiendo con la doctrina tradicional, se explica la culpa
paralelamente al dolo; si éste requiere el conocimiento de la ilegalidad de un
acto, así como la voluntad de realizar el mismo, en la culpa se sustituye el
elemento intelectivo por la previsibilidad del resultado y el elemento volitivo por la omisión de la
diligencia debida[51].
De esta forma, se cifra la
noción de culpa en la idea de negligencia; pero ésta siempre requiere la
presencia de un elemento de comparación, de un modelo de comportamiento o nivel
de diligencia preestablecido que, en definitiva, será el que marque dónde
comienza la previsibilidad y dónde termina el caso fortuito o la fuerza mayor.
Ese "metro o testigo de la conducta del causante del daño" es el que
la doctrina anglosajona conoce como standard
of care, entendiendo por tal el reasonable
man of ordinary prudence[52],
equiparable al buen padre de familia de nuestro Código Civil. Precisamente el
carácter mutable de este punto de referencia es el que permite ponderar con
flexibilidad la existencia de culpa en cada supuesto de pretendida
responsabilidad, aunque, por otra parte contribuye, sin duda, a oscurecer el
concepto mismo de culpa.
En este sentido, desde los
años setenta, la jurisprudencia de nuestro T.S. se inclina por la aplicación de
la medida del art. 1.104 del CC, centrada en las circunstancias de las
personas, del tiempo y del lugar, lo que nos aleja de la imprecisa órbita del
“buen padre de familia”, y en lo que aquí nos interesa, resulta de indudable su
utilidad para justificar la necesaria elevación del nivel de diligencia
exigible que conlleva toda responsabilidad profesional. Así, como decíamos, uno
de los mecanismos empleados por la jurisprudencia para aproximar el modelo
culpabilista del CC hacia planteamientos objetivistas, ha consistido
precisamente en acentuar el rigor de la diligencia requerida, según las
circunstancias del caso, de manera que ha de ser extremada la prudencia precisa
para evitar el daño[53]; para calificar como
culposa una conducta, no sólo ha de atenderse a la diligencia exigible según
las circunstancias de la persona, tiempo y lugar, sino también al sector del
tráfico o de la vida social en que la conducta se proyecta, y determinar si el
agente obró con el cuidado, atención o perseverancia exigibles, y con la
reflexión necesaria para evitar el perjuicio de bienes ajenos jurídicamente
protegidos. Se contempla así no sólo el aspecto individual de la conducta
humana, sino también su aspecto social[54].
La aplicación de la teoría
de la culpa a la responsabilidad civil del médico ha dado lugar a la llamada culpa médica, punto de referencia
esencial de numerosas obras sobre la materia, sobre todo en la doctrina
francesa[55].
En nuestro país, Ataz ha definido
la culpa médica adaptando el art. 1.104 del C. Civil a la actividad sanitaria
como la infracción por parte del médico o del cirujano de algún deber propio de
su profesión y, más concretamente, del deber de actuar con la diligencia
objetivamente exigida.por la naturaleza del acto médico que se ejecuta, según
las circunstancias de las personas, del tiempo y del lugar[56].
Esa diligencia viene dada
por la denominada lex artis.Lo que
permite admitir la existencia de la culpa médica como algo distinto de la culpa
común o general. Problema que nada tiene que ver con otro, resuelto hace tiempo
en sentido inverso, y que se cuestiona la entidad de la responsabilidad médica
específica y diferente de la llamada responsabilidad civil general[57].
En otro orden de ideas,
aunque en sentido amplio, toda culpa profesional puede considerarse “impericia”
(imperitiae culpa admuneratur), cabe
restringir el sentido del término, y utilizarlo como forma especial de la
culpa, con sus características propias. En efecto, si la culpa era una cualidad
indispensable del acto que da origen a una responsabilidad, parece lógico
pensar que en el caso de los profesionales, la impericia, como falta o ausencia
de la experiencia o habilidad propias de determinada ciencia, arte o profesión[58], es un claro supuesto de
culpa, pero que no agota todas las posibilidades de ésta. Para Cattaneo, la impericia se distingue de
otras variantes de la culpa en que la antijuricidad se determina sobre la base
de normas técnicas propias de una profesión, arte u oficio, más que de las
reglas de conducta derivadas de la experiencia común, es decir, el
desconocimiento negligente de la lex
artis[59].
Puede hablarse, entonces, de una subespecie de la culpa médica, consistente en
la impericia.
5.- LA LEX ARTIS Y LOS DEBERES MÉDICOS COMO
MEDIDA DE LA DILIGENCIA
5.1.-
Concepto y naturaleza jurídica de los deberes médicos
Según hemos expuesto ya,
en la base de toda responsabilidad médica ha de existir una “culpa médica”, y
ésta, como “omisión de la diligencia” del artículo 1104 CC, equivale al
incumplimiento o defectuoso cumplimiento de la lex artis, concebida como criterio valorativo de la corrección del
concreto acto médico ejecutado por el profesional de la medicina, que tiene en
cuenta las especiales características de su autor, de la profesión, de la
complejidad y trascendencia vital del acto y, en su caso, de la influencia en
otros factores endógenos, para califícar dicho acto de conforme o no con la
técnica normal requerida[60].
Así, e independientemente
de que partamos de un origen contractual o extracontractual, lo que determinará
el alcance y los términos de la responsabilidad, en la base de ésta siempre
aparece el incumplimiento de uno de los llamados deberes médicos, que
precisamente son los que integran dicha lex
artis.
Deberes enunciados casi
siempre como de contenido ético de la profesión médica, pero que, precisamente
por lo que acabamos de decir, se configuran simultáneamente como auténticos
deberes u obligaciones jurídicos. En efecto, los numerosos códigos
deontológicos han venido recogiendo de forma más o menos ordenada los deberes
médicos a los que nos referiremos a continuación[61].
Deberes que obligan al
facultativo con independencia de la existencia de un contrato. Cuando éste se
constituye como base de la relación médico-paciente, se convierten en
obligaciones contractuales, en contenido natural del contrato. Por este motivo,
han sido denominados deberes ex oficio
por la doctrina. Y cuando la relación es extracontractual, penetran en la misma
a través de la antijuricidad. Así, los deberes éticos del médico, inicialmente
éticos, advienen al mundo del Derecho cuando se concreta la relación jurídica
médico-enfermo.
5.2.-
Bienes esenciales de la personalidad y derechos del paciente[62]
Hoy día no puede hablarse
de deberes médicos sin traer a colación los derechos del paciente que con
aquéllos se articulan. Las transformaciones del mundo sanitario en los últimos
cincuenta años, superado el llamado “imperialismo médico”, y consagrado teórica
y positiva el derecho a la salud han dado lugar a una profunda preocupación social,
legislativa y doctrinal por los derechos del paciente. Éste se presenta como
acreedor directo de un conjunto de deberes y obligaciones, cuyo deudor es
muchas veces el propio Estado, la administración sanitaria y otras instancias,
pero otras muchas será el médico. Con ello, la violación de los tradicionales
deberes médicos va a suponer, inexorablemente, la vulneración de un derecho del
paciente, que existe por su condición de tal, y no como mera consecuéncia de su
posición de acreedor en la relación contractual.
Entre las razones que
hacen necesaria dicha preocupación por los derechos del paciente, según la
Recomendación 779 (1976) de la Asamblea del Consejo de Europa sobre
"derechos de los enfermos y los moribundos", pueden señalarse las
siguientes:
- El
perfeccionamiento de los medios médicos que tiende a dar al tratamiento un
carácter cada vez más técnico y a veces menos humano.
- La situación
de los enfermos, que paeden tener dificultades para defender ellos mismos sus
intereses frente a las grandes organizaciones hospitalarias.
- La necesidad
de definir con precisión y de forma adecuada para todos el derecho del enfermo
a la dignidad y a la integridad, así como a la información y a cuidados
apropiados.
Ello ha tenido especial reflejo en el Convenio Europeo sobre los Derechos del Hombre y
la Biomedicina, suscrito el 4 abril 1997, que entró en vigor en España el 1
enero 2000, y comúnmente conocido como Convenio de Oviedo[63].
5.3.- Análisis de los principales deberes médicos
5.3.1.-
Deberes relacionados con la información
La información es un derecho (para el
paciente) y un deber (para el médico e instituciones sanitarias) que presente
una doble vertiente, que seguidamente estudiaremos por separado:
- Por una parte, la información previa al consentimiento
y que permite al paciente prestar éste en condiciones de validez de acuerdo con
su correcto conocimiento y voluntad. Consentimiento que, por ello, se denomina
(cacofónicamente “informado”).
- Y por otra, la información que el médico
ofrece al paciente como contenido de su propio deber asistencial, que unas
veces tiene finalidad terapéutica o
preventiva, y otras sencillamente satisface el derecho de toda persona a
conocer su propio estado de salud, padecimientos, pronóstico de los mismos, etc.
Desde la estricta perspectiva de la responsabilidad
civil, no está suficientemente resuelto el problema de las consecuencias que
conlleva el incumplimiento por parte del médico de estos deberes, en una doble
perspectiva. Por una parte, es preciso determinar si procede otorgar una
indemnización al paciente por el solo hecho de no haber obtenido adecuadamente
su consentimiento informado. Y por otra, establecer cuál ha de ser el alcance o
cuantificación de tal indemnización. El tema excede a las pretensiones de este
trabajo, ha sido ya tratado por la
doctrina, y a lo que he expresado en otro lugar me remito[64].
a)
El consentimiento informado.
Ya hemos visto cómo, de
manera absolutamente distinta e independiente del consentimiento contractual
propiamente dicho, existe un consentimiento no puramente contractual que, junto
con el estado de necesidad, constituye la clave de la licitud del tratamiento
médico y se utiliza incluso para excluir la punibilidad de determinadas
lesiones provocadas como consecuencia de la intervención facultativa. Por eso
lo denominé en su día “consentimiento-legitimación”[65]. El alcance
jurídico-privado de tal consentimiento es fundamental. Baste recordar que
estamos en presencia de la actuación de un derecho de la personalidad, la integridad
física, que se manifiesta aquí como una libertad. Se ha dicho que en la
actuación médica sin consentimiento del paciente no se comete tanto un atentado
contra el "derecho" a decidir sobre su integridad corporal, como un
atentado a la 1ibertad de decidir sobre la oportunidad de someterse a un
proceso curativo inicialmente beneficioso para la salud del enfermo. Sin
embargo, hay que tener en cuenta que eso que llaman “libertad de decidir” no es
más que una de las facultades inherentes al derecho a la integridad física o,
si se prefiere así, un reflejo de la "esencialidad" de que goza dicho
bien. Otra cuestión es que estrictamente hablando, omitamos la expresión “consentimiento” para distinguirlo del elemento
del contrato, y consideremos que se trata de una “adhesión al acto médico, una
conformidad obtenida por el médico antes de proceder”. Pero la expresión ya
comúnmente utilizada desde hace una década es la de consentimiento informado.Informado porque si quien lo emite carece
de la información elemental sobre aquello que consiente, su validez y eficacia
es nula: Habla la doctrina inglesa de un "consentimiento aparente" e
inefectivo cuando la persona que lo emite está insuficientemente informada
acerca del tratamiento a seguir[66].
La necesidad de consentimiento
del paciente puede considerarse en cierto modo gradual, en proporción con la
finalidad que pretenda la actividad médica. En este sentido, suele distinguir
la doctrina según la actividad sanitaria de que se trate se dirija o no a mejorar la salud, que exista
o no finalidad curativa. La exigencia de consentimiento será tanto más rígida
cuanto más nos alejemos de tal finalidad puramente curativa, llegando a ser
inexcusable cuando dicho objetivo desaparece.
La necesidad de
consentimiento, que ya venía recogida en los arts. 21 y 23 del Código de
Deontología Medica español, fue consagrada para toda actividad médica que se
realice en el seno de servicios e instituciones públicas, por el art. 10.6 de
la Ley General de Sanidad, que declaró el derecho del paciente a la libre
elección entre las opciones que le presente el responsable médico de su caso,
siendo preciso el previo consentimiento escrito del usuario para la realización
de cualquier intervención, excepto en los siguientes casos:
1) Cuando la no
intervención suponga un riesgo para la salud pública.
2) Cuando no
esté capacidado para tomar decisiones...
3) Cuando la
urgencia no permita demoras por poderse ocasionar lesiones irreversibles o
existir peligro de fallecimiento.
Con este precepto ya se
desvanecieron las dudas que habían existido acerca de otras normas anteriores
(así, el art. 13.c del Decreto de 25 de agosto de 1978 sobre garantías de los
usuarios de hospitales públicos), y quedó claro un corolario fundamental: todo acto médico debe ser consentido por el
paciente.
Tras numerosas normas de
carácter autonómico, se promulga la Ley 42/2002 de 14 noviembre, Básica reguladora de la
autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y
documentación clínica[67], fruto legislativo
interno del Convenio Europeo sobre los Derechos del Hombre y la Biomedicina,
suscrito el 4 abril 1997, que entró en vigor en España el 1 enero 2000, y
comúnmente conocido como Convenio de Oviedo. Dicha Ley se ocupa, entre otras
cuestiones paralelas, de los problemas de titularidad, contenido, forma,
alcance del derecho que nos ocupa.
b)
El deber de información
La validez de dicho
consentimiento exige que el mismo se preste exento de vicios. Y el error cobra
especial relevancia en este punto, y nos conduce directamente al "deber de
información" que corresponde al médico y que puede dar lugar incluso a
otros vicios del consentimiento. El problema deriva de la ausencia de
conocimientos médicos del paciente, su carácter profano respecto al carácter
experto del médico, y que puede invalidar totalmente el consentimiento otorgado
por una persona ignorante del alcance de esa manifestación de voluntad. ¿Cómo
va a consentir alguien que se realicen determinadas operaciones con su cuerpo,
sin conocer los efectos que sobre éste va a tener?, o ¿cómo va a negarse a que
las mismas se efectúen, sin saber las consecuencias que, de no actuar, tendrá
su enfermedad? Es indudable que el desconocimiento por parte del paciente de
las circunstancias que rodean su enfermedad, las posibilidades de éxito del
tratamiento o intervención a los que va a someterse, así como de los riesgos
que éstos entrañan, da lugar a un consentimiento viciado, cuando menos, de
error, que además sería esencial por afectar a puntos o requisitos esenciales
del negocio jurídico, por ejemplo, al objeto del contrato, que es el bien
jurídico protegible -salud o curación del enfermo- o a la sustancia del mismo
ex art. 1.266 del C. Civil, que equivale "a la ignorancia o falso
conocimiento de las condiciones que principalmente" llevan al enfermo a
someterse a tratamiento o intervención.
Esto legitimaría al
paciente para impugnar ese consentimiento y, por tanto, el contrato de
prestación de servicios médicos. Pero además existe una infracción del deber de
información que pesa sobre el médico y, por tanto, una culpa médica, que
perfectamente pudiera encuadrarse dentro de la doctrina de la culpa in contrahendo, para dar lugar a
una responsabilidad precontractual del médico[68]. Efectivamente, el deber que
pesa sobre el médico de informar al paciente acerca de las características del
tratamiento o intervención, las posibilidades de curación y los riesgos que
entraña, se produce en un momento previo a la emisión del consentimiento, forma
parte de los "tratos, negociaciones o conversaciones preliminares" al
contrato. Si en ese momento es cuando se debe informar, ahí es precisamente
cuando puede incumplirse tal obligación, y cuando, por tanto, aparece una
responsabilidad precontractual del médico, que es generalmente adrnitida por
nuestra doctrina. y que da lugar a una obligación de resarcimiento cuando,
entre otros supuestos, una de las partes consiente anomalías de los que después
serán elementos negociales. En nuestro caso se provoca, cuando menos, un vicio
de error en el consentimiento del paciente[69]. Y tal deber de
información sí es, sin duda, una obligación de resultado; no basta “desplegar
los medios” para dar la información al paciente, sino que hay que cerciorarse
que la misma alcanza su objetivo.
Lo que ya no está tan
claro es el alcance de tal información. Desde luego, no se trata de que el
enfermo deba soportar un verdadero curso de Medicina que, por otra parte, sería
inútil por mucha que fuera la capacitación vulgarizadora del galeno; más bien se
trata de conseguir de forma racional el objetivo que se pretende con la
imposición de tal deber al médico, es decir, que el paciente comprenda
ciertamente cuáles serán las consecuencias de su manifestación de voluntad. La
jurisprudencia francesa ha dicho al respecto que basta una "información
simple, aproximativa, inteligible y leal" . Así, cada caso diferirá de los
demás, debiendo medirse el alcance de tal información en función de dos
vectores: cuanto más graves sean los riesgos de la intervención o el tratamiento
propuesto y menos imperiosamente necesarios sean éstos, más lejos irá y con
mayor rigor se exigirá la información por parte del médico.
Esta idea de una gradación
en el nivel de exigencia de información ha sido desarrollada precisando aún más
los factores que inciden en dicho nivel o alcance del deber de información[70], que ponen el acento más
en el receptor de la información que en el ámbito del emisor :
1) Capacidad
del paciente para comprender y alcanzar una decisión a partir de las consecuencias
de la información.
2) Deseos de
información del paciente.
3) Necesidad
del tratamiento.
4) Nivel de
riesgo que entrañe el tratamiento, ya que si el riesgo es grave, el deber de
información pesará mucho más.
5) Probables
efectos de la información sobre el paciente, problema del que nos ocupamos más
adelante.
No son pocos los problemas
que plantea este deber de información; precisamente, el primero de ellos alude
a la dificultad de que el paciente, desde su ignorancia técnico-científica,
comprenda las explicaciones del médico. Sin embargo, ésa es la razón por la
cual se requiere tal claridad en los términos por parte de este último, sin
olvidar que es, en último extremo, la aludida ignorancia la que hace necesaria
dicha obligación de informar. Todos los seres humanos, por ignorantes que sean,
pueden entender bien cuándo el médico traduce a un lenguaje inteligible ideas
tan elementales como que quedará reducida su capacidad de movimiento, o su
visión se puede reducir en un 50%; o el tumor puede reproducirse a los dos o
diez años, etc. Si se desea de verdad, el médico siempre puede informar de modo
inteligible al común de los mortales.
Otro problema viene dado
por lo comprometido que puede llegar a ser el comunicar al enfermo un
pronóstico grave: en primer lugar para el médico, que se ve inmerso en una
situación desagradable; pero también para el paciente puede resultar un tanto
cruel en determinados casos el conocimiento de su es tado de gravedad. Y no
sólo cruel, sino que puede entrañar el riesgo de traumatizar al enfermo con una
revelación inoportuna y susceptible de agravar el mal presente, e incluso de
inquietarle inútilmente con el peligro de que rechace una intervención
indispensable para su sanación. Evidentemente, en estos últimos casos, y de
acuerdo con la moderación a que hacíamos referencia anteriormente, el deber de
información encuentra un límite, y así se ha manifestado abiertamente la
doctrina y jurisprudencia francesa. Mientras en los países anglosajones los
médicos manifiestan con toda normalidad al paciente la gravedad de su
enfermedad , en los países latinos parece que se tiende a velar o casi no
comunicar esas enfermedades graves para la salud. Cabe señalar que se trata de
una cuestión eminentemente deontológica si el médico debe o no revelar al
paciente tal circunstancia, y así, el art. 25 del Código de Dentología Médica
se ocupa del tema, con extremadas cautelas: "En principio, deberá
revelarse al paciente el diagnóstico; no obstante puede ser legítimo no
comunicar al enfermo un pronóstico grave o fatal. - En cualquier caso el médico
actuará en esta materia con gran delicadeza, circunspección y sentido de la
responsabilidad...”. Por lo demás, la decisión no debe pertenecer al médico,
sino al paciente, que es quien declarará si desea o no conocer el pronóstico de
su enfermedad, puesto que puede hablarse de un "derecho del paciente a
conocer su propio es- tado” , como se desprende de las normas que mencionamos a
continuación.
En cualquier caso, el
estado del enfermo puede aconsejar que se le oculten algunos extremos de su
afección o incluso que reste importancia a su gravedad, por los efectos
psicológicos que implicaría el revelarle la verdad crudamente, en aras de su
posible curación. Tal simulación es legítima siempre y cuando se respeten los
criterios mínimos para poder hablar de un consentimiento libre de vicios, a la
hora de intervenir al paciente o aplicarle un determinado tratamiento. Al
enfermo debe dársele la verdad que pueda serle útil, y si el médico estima que
una franqueza absoluta sería nefasta, puede callar si su conciencia profesional
se lo impone. En estos casos, sin embargo, debe informarse plenamente a los
familiares del paciente. En términos similares, la Ley 41/2002 contempla la
vertiente negativa del derecho a la información, cuando el paciente manifiesta
previamente y por escrito su voluntad de no ser informado, lo que en ningún
caso exime de la obtención del consentimiento.
Por último, hay que
reconocer que el deber de información o comunicación tiene dos vertientes: La
primera vendría dada por la obligación de explicar o aclarar al paciente los
extremos más importantes de su enfermedad , así como la conducta que debe
seguir, precauciones que debe tomar, etc.; de otro lado, existe un deber de
advertir al enfermo del riesgo que entraña el tratamiento u operaciones a
seguir, de forma que el paciente nunca desconozca la naturaleza de este
tratamiento, las consecuencias o efectos secundarios que pueda tener, o las
posibles secuelas de una operación.
Ambas vertientes vienen
recogidas en el art. 25 del Código de Deontología Médica, aprobado por el
Consejo General de los Colegios Oficiales de Médicos en 1979, y cuyas normas no
tienen la consideración de ley por no haberse promulgado oficialmente, a pesar
de que el Ministerio de Sanidad y Seguridad Social las declarase "de
utilidad profesional y pública" el 23 de abril de 1979 en un escrito
dirigido al señor presidente del mencionado Consejo. No obstante podrían
adquirir la condición de normas jurídicas por la vía de la costumbre, en los
términos del art. 1 del C. Civil y lo que es más importante, como auténticos
principios generales del Derecho en materia sanitaria. Por otra parte, el deber
de información se encuentra en el apartado h) del art. 13 del Decreto de 25 de
agosto de 1978, sobre garantías de los usuarios de los hospitales, según el
cual, el enfermo tiene derecho a recibir información completa en términos
usuales y comprensibles sobre la situación de su estado clínico, bien sea en
forma verbal o por escrito. Y en términos similares se expresaba el art. 10.5
de la Ley General de Sanidad: todos tienen derecho a que se le dé "en
términos comprensibles, a él y a sus familiares o allegados, información
completa y continuada, verbal y escrita, sobre su proceso, incluyendo
diagnóstico, pronóstico y alternativas de tratamiento”. El tratamiento, mucho
más preciso, que ha merecido la cuestión en la Ley 41/2002, excede también al
objetivo de este trabajo.
c)
El secreto profesional médico.
Dentro de este grupo de deberes relacionados con
la información, y con carácter negativo, ha de recogerse el secreto profesional
médico. Con abstracción de otras implicaciones penales, que no nos competen,
dicho secreto se encuentra recogido en una disposición del mayor rango legislativo,
cual es la Ley Orgánica de Protección Civil del Honor, la Intimidad y la Propia
Imagen, de 5 mayo 1982. Dicha ley, tras considerar el derecho a la intimidad,
que es el protegido por el secreto, como "irrenunciable, inalienable e
imprescriptible" en su art. 1.3, establece en el art. 7.4 que tendrá la
consideración de intromisión ilegítima 1a revelación de datos privados de una
persona o familia conocidos a través de la actividad profesional y oficial de
quien los revela. En consecuencia, dicho secreto se defiende a través de los
mecanismos de protección del perjudicado que establece la citada Ley de 1982,
que no son otros que la reparación del daño causado (art. 9.2), con presunción
de perjuicio cuando se acredite la intromisión ilegítima (art. 9.3), con
extensión de la indemnización al daño moral[71]. Por lo demás, también la
Ley General de Sanidad contemp1a tal deber, aunque lo hace desde la perspectiva
del derecho del paciente en su art. 10.3, cuando establece que todos tienen
derecho "a la confidencialidad de toda la información relacionada con su
proceso y con su estancia en instituciones sanitarias públicas y privadas que
colaboren con el sistema público".
5.3.2.-
Deberes relacionados con la competencia profesional
Existe, por otra parte, un
deber de competencia, actualización de conocimientos o capacidad profesional[72]. Si competencia es la
disposición o suficiencia para el ejercicio de la Medicina, por incompetencia
deberemos entender falta de idoneidad para dicho ejercicio. Según esto, la
citada cualidad no ha de referirse exclusivamente al nivel de conocimientos,
sino que habrán de tenerse en cuenta otros factores que puedan influir sobre
ese grado de idoneidad. Así, entre las modalidades de incompetencia cabe
incluir la incapacidad física, la incapacidad emocional, la ignorancia y la
deshonestidad, así como la falta o mal estado de los medios técnicos necesarios
y habituales en el ejericio de la actividad
médica.
Pero veamos los aspectos
más conflictivos de lo que tradicionalmente se entiende por competencia médica,
es decir, el adecuado nivel de conocimientos para el ejercicio de la profesión.
Si partimos de la necesidad de estar en posesión de un título académico para
poder ejercer la Medicina, ya estamos presuponiendo la existencia de un cierto
nivel de conocimientos que dicho título comporta o debe comportar[73].
En cuanto al problema de
la actualización de los conocimientos, es aquí donde más énfasis pone el Código
de Deontología Médica, quizás por tradición, ya que el propio Hipócrates aludía
a tal deber médico[74]. No obstante, y dada la
complejidad creciente de la ciencia médica, no se puede exigir un conocimiento
absoluto y general a cualquier médico, en razón de la corriente de
especialización que sufre la Medicina.
El fundamento legal de tal
deber se puede encontrar incluso en el Código Penal, que contempla un tipo
específico de impericia profesional. Es abundante la jurisprudencia española
acerca de la imprudencia profesional médica, la distinción entre imprudencia
temeraria, imprudencia simple, y la equiparación entre impericia e imprudencia,
y otros temas que exeden al ámbito de este trabajo.
Respecto al deber de
capacidad técnica, se hace alusión a un “deber de habilidad” por parte del
médico, de muy dudosa exigibilidad, por
la dificultad que presenta su apreciación, y que en todo caso debería
circunscribirse exclusivamente al campo de la cirugía; es evidente que desde el
punto de vista jurídico no resulta posible valorar el grado de
"habilidad" de ningún profesional, y menos del médico. Será, sin
embargo, la falta de habilidad manifiesta y contraria a la lex artis, la que constituya una modalidad particular de culpa
médica.
5.3.3.-
Deberes de asistencia.
Existe, de otro lado, un
conjunto de deberes médicos que se pueden agrupar en torno a la obligación de
asistencia que pesa sobre el médico frente al paciente. Independientemente de
cuál sea la naturaleza de la relación médico-paciente, lo que resulta indudable
es que, una vez entablada la misma, el facultativo ha de emplear los medios
intelectuales y técnicos a su alcance para lograr la curación del paciente, sin
que puedan eximirle de este deber condicionamientos ideológicos o el hecho de
que la enfermedad en cuestión sea contagiosa, ya que el riesgo de contagio,
dentro de límites racionales, es asumido por el médico desde que comienza el
ejercicio de su carrera, precisamente como un riesgo profesional. Por
asistencia debemos entender, en consecuencia, todas aquellas tareas encaminadas
al logro de ese objetivo que representa la curación del enfermo, y que incluyen
el diagnóstico, el pronóstico, las recetas, el tratamiento, etc.
¿Puede negarse el médico a
atender un paciente? Hay que partir de la diferenciación entre aquellos
supuestos en que la intervención del médico es obligatoria y aquellos en que es
voluntaria:
- En
circunstancias normales, no urgentes, y no existiendo ninguna relación previa
entre médico y paciente, debemos admitir que dicha posibilidad existe para el
médico.
- De todas
formas, existen supuestos "excepcionales" suficientemente abundantes
para hacer casi impracticable esta facultad de rechazar un paciente por parte
del médico. En efecto, la mayor parte de los médicos se encuentran hoy día
vinculados a servicios públicos o privados -Seguridad Social, sociedades
sanitarias, seguros de enfermedad, ete.- en virtud de los cuales tienen
obligación de atender a todos aquellos sujetos con derecho a gozar de esos
servicios.
- Cuestión
completamente distinta es la presentada por los casos de urgencia, en los cuales,
a falta de una relación contractual, existe un auténtico deber de asistencia,
impuesto no sólo por normas deontológicas, sino también por el Código Penal,
(omisión del deber de socorro)[75]
- Una vez
entablada la relación médico-paciente, nace un nuevo deber para el primero,
subsumible en el grupo relativo a la asistencia: el de continuidad de la misma[76]. Comenzado ya el
tratamiento, existe una obligación de continuar con el mismo. Es evidente que
cuando la intervención se produce en situaciones de urgencia, o como
consecuencia del deber de socorro, al cesar esta situación de emergencia, cesa
todo deber para con el mismo, puesto que se ha puesto fin al deber de socorro
urgente o a la obligación perentoria de prestar asistencia sanitaria.
- Otra cuestión
es que de esa primera intervención nazca una relación contractual de servicios
médicos. Pero esta hipótesis ya no difiere de cualquier otra en la que se
concluya un contrato entre un médico y un paciente. En tal supuesto, ambos
consienten libremente, y abandonar al paciente sin más constituye sencillamente
un desistimiento unilateral del contrato por parte del médico con los
consiguientes perjuicios para el enfermo, entre los que no deben olvidarse los
de carácter moral o psicológico, tan decisivos, al parecer, en la curación de
determinadas enfermedades.
- De todas
formas, el médico no queda atado eterna e incondicionalmente por dicha relación
existiendo determinadas circunstancias en las que cesa la obligación de
asistencia: aparte de supuestos evidentes, como el mutuo disenso o la total
curación del enfermo, no cabe hablar de abandono en los casos de fuerza mayor,
o cuando el médico notifica su decisión de interrumpir la relación y bien se
hace reemplazar por otro o bien informa al paciente de los peligros que corre
si no busca quien le sustituya. En cuanto a la fuerza mayor -supuestos, por
ejemplo, de enfermedad del médico, o encontrarse éste atendiendo una urgencia
cuando se reclama su asistencia - no parece existir problema . De todas formas,
cabe señalar la necesidad de que los centros hospitalarios tengan previstos
estos casos mediante un sistema de suplencias, en evitación de perjuicios al
paciente, puesto que precisamente ésta es una de las ventajas de tales
organizaciones.
5.3.4.-
Deber de certificación.
Existe un conjunto de
situaciones en las que el médico está obligado a emitir documentos
acreditativos de la realidad de ciertas situaciones. Es lo que se conoce como
deber de certificación, que tiene como contrapartida el derecho del paciente,
consagrado en la Ley General de Sanidad, a que "se le extienda certificado
acreditativo de su estado de salud, cuando su exigencia se establezca por una
disposición legal o reglamentaria" (art. 10.8). A efectos de
responsabilidad, son fundamentalmente los penalistas quienes se han preocupado
de este deber de certificación, puesto que su incumplimiento, en general, puede
dar lugar a falsedades de una u otra índole.
[1] Llamas Pombo, E., Responsabilidad médica, culpa y carga de la prueba, en Perfiles de la responsabilidad civil en el nuevo milenio, coord. J.A.Moreno, Dikinson, Madrid, 2000, págs. 299 y ss.
[2] Inmediatamente antes de la “eclosión jurisprudencial” -permítase la expresión- de la responsabilidad médica, en la doctrina ya se habían entrevisto tales problemas, y se habían venido apuntando algunas posibles soluciones a los mismos.
Así, por referirnos sólo a la bibliografía española, toda la tercera parte de mi Responsabilidad civil del médico. Aspectos tradicionales y modernos, Trivium, Madrid, 1988, págs. 248 a 430, se dedicaba al examen de tales cuestiones. En sentido similar, y por aquellos años, Fernandez Hierro, Responsabilidad civil médico-sanitaria, Aranzadi, Pamplona, 1983; Santos Briz, “La responsabilidad civil de los médicos en el derecho español”, RDP, Julio-Agosto 1984; Jordano Fraga, “Aspectos problemáticos de la responsabilidad contractual del médico”, en R.G.L.J., 1985, nº1; Ataz Lopez, Los médicos y la responsabilidad civil, Montecorvo, Madrid, 1985; Fernández Costales, Responsabilidad civil médica y hospitalaria, La Ley, Madrid, 1987; Yzquierdo Tolsada, La responsabilidad civil del profesional liberal, Reus, Madrid, 1989.
A dichos trabajos, todos ellos publicados en la década de los ochenta, vinieron a sumarse después los de Gonzalez Moran, La responsabilidad civil del médico, Bosch, Barcelona, 1990; Carrasco Gómez, Responsabilidad médica y psiquiatría, Colex, Madrid, 1990; De Angel Yagüez, “La responsabilidad civil de los profesionales y de las administraciones sanitarias”, Actas del II Congreso Derecho y Salud, Consejería de Salud de la Junta de Andalucía, 1994; idem, “La responsabilidad civil del acto médico”, en II Congreso de Valoración del Daño Corporal, Bilbao, 1993; Muñoz Machado, “Responsabilidad de los médicos y responsabilidad de la administración sanitaria (algunas reflexiones de las funciones actuales de la responsabilidad civil)”, en Responsabilidad del personal sanitario, Actas del Seminario Conjunto sobre Responsabilidad del Personal Sanitario, CGPJ-Ministerio Santidad, Madrid, 1995; Responsabilidad civil por actos médicos. Problemas de prueba, Cívitas, Madrid, 1999; Díaz-Regañon García-Alcalá, El régimen de la prueba en la responsabilidad civil médica. Hechos y Derecho, Aranzadi, Pamplona, 1996, así como un sinfín de artículos y comentarios jurisprudenciales, cuya cita sería aquí interminable. Y ello siempre circunscribiéndonos a la doctrina española; en Francia e Italia, donde la literatura en materia de responsabilidad médica había irrumpido unos cinco o diez años antes, la década que ahora termina ha servido para consolidar algunos principios que hoy ya no ofrecen discusión.
[3] A decir verdad, esto no es nuevo. Basta comparar, para comprobarlo, el texto de Platón según el cual “un médico debe estar libre de todo castigo, ya que alguien es curado por el médico, pero muere por sí mismo”, con el Código de Hammurabi (2394 aC), que aplicando la Ley del Talión, ordenaba cortar las manos o dar muerte al médico que incurriera en error. Vid. Llamas Pombo, La responsabilidad..., cit., págs. 6 y 8.
[4] De Angel Yagüez, Tratado de responsabilidad civil, Cívitas-U.D., Madrid, 1993, págs. 56 y 128 y ss. En dicho lugar, y concretamente a lo largo de la nota 21, el prestigioso profesor contempla un buen resumen de la bibliografía española a propósito del fenómeno al que nos referimos.
[5] Díez-Picazo, Estudios sobre la jurisprudencia civil, v.I, Madrid, 1973, págs. 27-28 y 693-708.
[6] Rogel Vide, La responsabilidad civil extracontractual en el Derecho español, Madrid, 1976, págs. 92-110. Entre dichos “expedientes”, contempla los siguientes: 1) Mayor rigor en la aplicación e interpretación del artículo 1104 del Código civil; 2) insuficiencia del cumplimiento de las disposiciones reglamentarias; 3) principio de expansión en la apreciación de la prueba en beneficio del más débil; y 4) presunción iuris tantum de la culpa del agente.
[7] Lambert-Faivre, Y., “L’évolution de la responsabilité civil d’une dette de responsabilité à une créance d’indemnisation”, en Revue trimestrielle de Droit Civil, 1987, págs. 1 y ss. Existe una buena traducción castellana de dicho trabajo, a cargo de Eliana A. Núñez, en Alterini-Lopez Cabana, Derecho de daños, La Ley, Buenos Aires, 1992. En Italia, recoge una buena síntesis del fenómeno al que nos referimos Violante, A., Responsabilità oggettiva e causalità flessibile, Ed. Scient. It., Nápoles, 1999, especialmente todo su capítulo I.
[8] En realidad, ese principio no es sino la concreta aplicación al dominio de la responsabilidad civil de otro más amplio, que erige a la defensa del débil (en sentido jurídico) en la preocupación esencial del Derecho moderno, por decirlo en palabras de Josserand, en su conocido trabajo sobre “la protección de los débiles por el Derecho”. En relación con el llamado principio favor debilis en el Derecho moderno, y como evolución natural del viejo favor debitoris, cabe citar los trabajos de Alterini-Lopez Cabana, “La debilidad jurídica en la contratación contemporánea”, en Derecho de Daños, cit., págs. 84 y ss.; Lorenzetti, Las normas fundamentales del Derecho privado, Rubinzal-Culzoni, Buenos Aires, 1995, págs. 98 y ss. Y acerca del mencionado principio pro damnato, por todos, puede verse Díez Picazo, op. cit., pág. 276; Cavanillas Mugica, La transformación de la responsabilidad civil en la jurisprudencia, Aranzadi, Pamplona, 1987, pág. 66; Alterini, A.A., “La presunción legal de culpa como regla del favor victimae”, en Responsabilidad por daños, Libro Homenaje a Jorge Bustamante Alsina, t. I, Abeledo-Perrot, Buenos Aires, 1990; Lorenzetti, R. Responsabilidad civil de los médicos, t.II, Rubinzal-Culzoni, Buenos Aires, 1997, págs. 209 y ss.
[9] Diez-Picazo, “La responsabilidad civil hoy”, en A.D.C., 1979, pág. 732.
[10] Por todos, puede verse Cavanillas Múgica, La transformación de la responsabilidad civil..., cit., págs. 37 y ss.; y De Angel Yagüez, R., Tratado..., cit., págs. 127 y ss. Enumero en el texto muy someramente estos fenómenos, que son hoy sobradamente conocidos, y que analizaba con mayor detenimiento en mi trabajo Responsabilidad médica, culpa y carga de la prueba, cit.
[11] Con mucha razón se ha dicho que, en realidad, no se trata de una verdadera presunción sino más bien de un mecanismo de imputación legal, que atribuye la obligación de reparar el daño a aquel que lo ha causado, salvo que por el mismo se demuestre haber actuado diligentemente. Vid. Alterini, A.A., “La presunción legal...”, cit., págs. 195 y ss.
[12] Con independencia de que ya había alguna Sentencia precursora, como la de 26 febrero 1935, como ha puesto de relieve De Angel Yagüez, loc. ult.cit.
[13] Seguimos nuevamente a De Angel Yagüez, loc. cit.
[14] En palabras de la STS 7 febrero 1990: “en concreta relación con los profesionales sanitarios, queda descartada en su actuación profesional toda idea de responsabilidad más o menos objetiva, para situarnos en el concepto clásico de culpa en sentido subjetivo, como omisión a la diligencia exigible en cada caso”. La STS 11 marzo 1991 reconoce que esa objetivación es “admitida por esta Sala en daños de otro origen”, aunque rechaza la misma en la actividad médica.
[15] Las SSTS 16 octubre 1989 y 24 mayo 1990 (comentada agudamente por Cabanillas Sánchez, “La responsabilidad por infracción de los deberes profesionales o de lex artis y la carga de la prueba”, en A.D.C., 1991) entre otras muchas, afirman que “en los supuestos de responsabilidad por infracción de deberes profesionales o de la lex artis, no es de general aplicación la inversión de la carga de la prueba. Y la mencionada de 11 marzo 1991 afirma que “está a cargo del paciente la prueba de la relación de causalidad y de la culpa, ya que a la relación material o física ha de sumarse el reproche culpabilístico”. Criterio que sigue manteniendo años después en STS 16 diciembre 1997[15], precisando que “...el mecanismo de prueba de responsabilidad será al acorde con lo antes dicho a propósito de la (responsabilidad) contractual: el actor o paciente habrá de acreditar, no sólo el daño sino la autoría y relación de causalidad y hasta la infracción de los deberes profesionales o lex artis ad hoc”.
[16] SSTS 20 febrero y 4 noviembre 1992, entre otras que mencionamos a continuación.
[17] En palabras de Gitrama González, "el médico tiene la auctoritas que significaba garantía de ser veraz y estar en lo cierto), autoridad moral, de puro prestigio. De ahí lo persuasivo de su posición, de consumo autoritaria y balsámica, apta para lograr de su paciente un insight psicoterapéutico, una comprensión definitiva de su situación y de sus posibilidades de cura” (“En la convergencia de dos humanismos: Medicina y Derecho”, A.D. C., 1977, pág. 27).
[18] Una vez más, remito a mi Responsabilidad civil del médico, cit., págs. 115 a 141.
[19] Así, desde las SSTS 19 mayo 1934,7 noviembre 1940, 4 febrero 1950 y 17 abril 1952, aunque la que más claramente establece la existencia de contrato es la STS 18 enero 1941. Por otra parte, lo que sí había afirmado nuestro T.S. reiteradamente es la existencia de sinalagma, es decir, dada la prestación de servicios por el médico, se admite automáticamente la obligación de pagar los honorarios por el paciente.
[20] En cuanto a la naturaleza contractual o extracontractual de la relación médica en ausencia de honorarios, JORDANO FRAGA, "Aspectos problemáticos de la responsabilidad...", cit., págs. 32 y 33.
[21] Vid. Llamas Pombo, E., La responsabilidad civil..., cit., págs. 205 a 209.
[22] Ni aun ha existido propiamente "etapa precontractual", pues todo iter ad contractum requiere discusión, propósito más o menos remoto de llegar a establecer un vincullum iuris, determinadas negociaciones preliminares, intercambio de puntos de vista, etc. No estamos, pues, en una "relación de contacto social", como dice la doctrina alemana, ni una situación de lealtad y buena fe, típica de la relación precontractual.
[23] En efecto, fuimos mayoría quienes en aquella década nos hicimos eco de las hoy bien conocidas obras de Benhoft, Osti, Demogue, Mengoni, Frossard, etc., a propósito de la distinción entre obligaciones de medios y de resultado, y su indudable utilidad a la hora de enjuiciar con rigor jurídico la actividad médica. Distinción que pronto fue objeto de juiciosos trabajos monográficos en nuestra doctrina (bueno es recordar los de Jordano Fraga, “Aspectos problemáticos de la responsabilidad contractual del médico”, en R.G.L.J., 1991-1; Lobato Gómez, “Contribución al estudio de la distinción entre las obligaciones de medios y las obligaciones de resultado”, en A.D.C., 1992; y Cabanillas Sánchez, Las obligaciones de actividad y de resultado, Bosch, Barcelona, 1993). Y también entonces fue generalizada la opinión de que “en las obligaciones de resultado, el incumplimiento conlleva la presunción de culpa debitoris, mientras que en las de medios, el acreedor ha de probar la negligencia del deudor”, por expresarlo con la indiscutida claridad del Prof. Lacruz Berdejo (Elementos de Derecho Civil III, pág. 238). Por ello, señalé en la pág. 425 de mi Responsabilidad civil del médico, cit., que “...cuando de obligaciones de resultado se trate, la prueba del incumplimiento de las mismas es suficiente, puesto que el resultado no se ha producido, lo que ya comporta un daño, una culpa y una relación de causalidad. Mientras tanto, en las obligaciones de medios, es a través de la prueba de estos dos extremos como se llega a la del incumplimiento”. Afirmación que se completa en las páginas 70 a 86, 229 y 230 del mismo libro, donde con mayor detenimiento, profusión de citas y (espero, si cabe) mayor claridad, se trataba la cuestión. A ellas me remito, por tanto.
Es bien sabido que tal posición ha sido objeto (años después) de una importante revisión crítica por copiosa doctrina, desde Princigalli en Italia hasta Bueres o Lorenzetti en Argentina. Y seguramente, me parece, hoy, con razón. De ello me he ocupado recientemente en la monografía sobre Cumplimiento por equivalente y resarcimiento del daño al acreedor. De la aestimatio rei al id quod interest, Trivium, Madrid, 1999.
[24] No pensaba lo mismo Petrarca hace 647 años, cuando en carta al Papa Clemente VI afirmaba que “los médicos se instruyen con nuestros riesgos y peligros y experimentan con nuestra muerte”.
[25] Concretamente, la STS 4 noviembre 1992, que comenté en “Responsabilidad civil médica. Responsabilidad del INSALUD por un conjunto de posibles deficiencias asistenciales", en C. C. J.C., nº 30, 1992.
[26] Por eso, abiertamente reconoce la mencionada STS 16 diciembre 1987, que cuando la causa o causas generatrices del daño se encuentran en un complejo establecimiento asistencial (cuando no varios), donde existe una importante interrelación de actividades, resulta especialmente difícil acreditar cuál fue la posible acción u omisión culposa que produjo el daño, e incluso a quién se debió la misma.
[27] Tan evidente contravención del principio pro damnato no escapa a los ojos del propio TS, cuando en Sentencia de 12 diciembre 1998, ponderaba “lo difícil que es... para los litigantes el precisar las actuaciones médicas... que, por negligentes o defectuosas, atentan y dañan la salud de las personas, así como aportar las pruebas corroboradoras necesarias, ante la pasividad unas veces y otras la falta de colaboración y hasta la oposición sostenida y conciliada de médicos, sanitarios y centros asistenciales”.
[28] Son los “paliativos de la dificultad probatoria que pesa sobre el enfermo demandante o sus herederos”, como en su día los denominó Cabanillas Sánchez, en “La responsabilidad por infracción de los deberes profesionales...”, cit., pág. 910. O las “sugerencias o propuestas encaminadas a paliar la nada fácil situación procesal en que el demandante se encuentra cuando reclama al médico”, según palabras de De Angel Yagüez, Responsabilidad civil por actos médicos..., cit., pág. 69 a 71. Por su parte, también Díaz-Regañón (op. cit., págs. 173 y ss.) ha analizado con detalle estos instrumentos.
[29] Me refiero a mi trabajo ya citado Responsabilidad médica, culpa y carga de la prueba.
[30] Aunque el adagio res ipsa loquitur es muy antiguo (es Ciceron quien proclama que, en ocasiones, no hace falta que hable el hombre, porque las cosas “gritan o hablan por sí mismas”), y su aplicación jurídica relativamente vieja, lo cierto es que en la última década se ha producido una abundantísima bibliografía sobre el tema, y muy especialmente a propósito de la responsabilidad médica. A título indicativo, cabe mencionar King, J., The law of medical malpractice, West Publishing Co., St.Paul, Minnesota, 1977, passim; Rogers-Winfield-Jolowicz, On Tort, Sweet & Maxwell, Londres, 1989, págs. 125 y ss; Markesinis-Deakin, Tort law, Oxford Univ. Press, Oxford, 1994, págs. 160 y ss.; Prosser-Keeton, On the law of torts, Saint Paul, Minnesota, 1984; Fineschi, “Res ipsa loquitur: un principio in divenire nella definizione della responsabilità medica”, en Riv. It. Med. Leg., 1989, I; Carbonnier, J., Sociologie juridique, Pres.Univ.France, París, 1994, pág. 286; Heas, F., “La maxime res ipsa loquitur: à propos d’une application censurée en matière de responsabilité médicale”, en Petites Affiches, nº 131, Julio 1999, págs. 8 y ss.; y en España, Yzquierdo Tolsada, op. cit., pág. 307; Rico Pérez, La responsabilidad civil del farmacéutico, Trivium, Madrid, 1984, pág. 72; Parra Lucan, op.cit., págs. 378 y ss.; Cabanillas Sánchez, Las obligaciones de actividad y de resultado, Bosch, Barcelona, 1993, pág. 166; idem, “La responsabilidad por infracción de los deberes profesonales o de lex artis y la carga de la prueba (comentario a la STS 24 mayo 1990)”, en A.D.C., 1991; Díaz-Regañon García-Alcalá, op. cit., págs. 173 y ss.
[31] Dicen Zepos-Christodoulou que en tales casos la calificación de imprudencia es tan sencilla que no requiere el dictamen de un experto, pues se trata de eventos que hablan por sí mismos (“Professional liability”, en International Encyclopedia of Comparative Law, t. XI, pág. 27).
[32] Vid. Princigalli, La responsabilità del medico, Ed. Jovene, Nápoles, 1983, pág. 48.
[33] El paciente acudió al Insalud para ser operado de apendicitis y termina con una parálisis de pierna y una pérdida casi completa de audición y emisión de los sonidos
[34] En la que se afirma: “Pero junto a ello, también conviene recordar la doctrina sobre el daño desproporcionado, del que se desprende la culpabilidad del autor..., que corresponde a la regla res ipsa loquitur (la cosa habla por sí misma), que se refiere a una evidencia que crea una deducción de negligencia y ha sido tratada profusamente por la doctrina angloamericana
[35] Díaz-Regañon, op. cit., passim.
[36] De Angel Yagüez, Responsabilidad civil por actos médicos..., cit., págs. 98-99.
[37] De la prueba prima facie ya me ocupaba hace años en mi Responsabilidad civil del médico, cit., págs. 426 y ss. Allí cité profusamente en este punto la obra de Princigalli, La responsabilità del medico, Jovene, Nápoles, 1983, págs. 81 y ss., donde se estudia con detalle su significado en el Derecho alemán. Críticamente se refiere a la misma en fechas mucho más recientes, insistiendo en su total identificación con la presunción judicial, Díaz-Regañon, op. cit., págs. 183 y ss. En contra, Santos Briz (La responsabilidad civil. Derecho sustantivo y Derecho procesal, II, 6ª ed., Montecorvo, Madrid, 1981, pág. 951), Jordano Fraga (“Aspectos problemáticos de la responsabilidad contractual del médico”, R.G.L.J., 1985, pág. 85) e Yzquierdo (La responsabilidad del profesional liberal, cit., pág. 309), afirman y razonan que la prueba prima facie no constituye presunción, sino prueba directa. Frente a la total identificación entre presunción y prueba prima facie, yo diría, con Lorenzetti (op. cit., pág. 224) que en la primera hay una serie de hechos probados que, relacionados entre sí, dan lugar a la deducción; mientras que en la segunda, además, existe una máxima de experiencia que complementa tales indicios presuncionales. No basta aquí una serie de hechos, sino que hay además una precisa máxima de experiencia, de carácter objetivo, estadístico y fiable (no una apreciación meramente subjetiva) que obliga a llegar a la conclusión presuntiva.
[38] Rosenberg, La carga de la prueba, trad. esp. Krotoschin, Ejea, Buenos Aires, 1956, págs. 165 y ss.
[39] Sobre esta doctrina, en la literatura española, puede verse el claro análisis de Cabanillas Sánchez, “La responsabilidad por infracción de los deberes profesionales...”, cit., págs. 907 y ss.; y Leonis González, “La responsabilidad en la medicina intensiva”, Boletín I. Col. Abogados Madrid, Nov.-Dic. 1990, págs. 35 y ss.
[40] Vid. mi comentario ya mencionado, en C. C. J.C., nº 30, 1992.
[41] Comentada por Fontanilla Parra en La Ley, 13 noviembre 1997. Se trataba de un caso de contagio del virus del SIDA a través de un concentrado de factores.
[42] Todas las sentencias mencionadas se examinan con acierto por De Angel Yagüez, Responsabilidad civil por actos médicos, cit., págs. 98 y ss.
[43] Una vez mi Responsabilidad médica, culpa y carga de la prueba, cit., donde expongo exahustivamente esta doctrina.
[44] Baste trasncribir un párrafo de su argumentación: “el deber procesal de probar recae, también, y de manera muy fundamental, sobre los facultativos demandados, que por sus propios conocimientos técnicos en la materia litigiosa y por los medios poderosos a su disposición, gozan de una posición procesal mucho más ventajosa que la de la propia víctima, ajena al entorno médico y, por ello, con mucha mayor dificultad a la hora de buscar la prueba”.
[45] Sobre las dificultades que entraña el concepto de culpa, vid. Mazeaud-Tunc, Traité théorique et pratique de la responsabilité civile delictuelle et contractuelle, 6ª ed., Paris, 1970, t. 1, pág. 460. Sobre el tema, en general, y por citar sólo algunos trabajos “clásicos”, puede verse Santos Briz, J.,"La culpa en Derecho Civil", R.D.P., 1967, págs. 614 y ss.; Puig Peña, "Culpa civil", Nueva Enciclopedia Juíldica, t. VI, 1954, págs. 102 y ss.; RABUT, De la notion de faute en droit privé, París, 1949; Pirovano, Faute civile et faute penale, París, 1966; Lawson, F.H., Negligence in the civil law, Oxford, 1955; Chironi, G.P., La culpa en el Derecho Civil moderno, Trad. esp. de Bernaldo de Quirós, Madrid, 1907; Altavila, E., La colpa, Torino, 1957; Jordano Fraga, F., La responsabilidad contractual, Civitas, Madrid, 1987, págs. 112 y ss.; Badosa Coll, F., La diligencia y la culpa del deudor en la obligación civil, Publ. Real Colegio de España, Bolonia, 1987; y últimamente, con extraordinario rigor y capacidad de síntesis, Díez-Picazo, L., Derecho de Daños, Cívitas, Madrid, 1999, págs. 351 y ss.
[46] Savatier, R., Traité de la responsabilité civile en Droit français, París, 1951, t. 1, num. 4
[47] Demogue, Traité des obligations en général, Paris, 1925, t. III, num. 225.
[48] Planiol, Traité elementaire de droit civil, París, 1926, t. II, num. 863, donde declara la imposibilidad de afirmar la existencia de una culpa sin la previa concurrencia de una obligación en la persona a quien se imputa.
[49] Baso la definición en la de Badosa Coll, op. cit., pág. 663.
[50] Jordano Fraga, op. cit., págs. 226 y ss., especialmente, pág. 233.
[51] Santos Briz, La responsabilidad civil, cit., pág. 41;
Díez-Picazo, L., Derecho de Daños, cit., págs. 361-362.
[52] Fleming,
J.G., The law of torts, 51 ed., Book
Co. Ltd., 1977, pág. 107.
[53] Entre decenas de sentencias, cabe citar la STS 9 marzo 1984.
[54] En este sentido, señala la Sent. T.S. 23 marzo 1982 que “...en modo alguno viene permitida sin más la exclusión... del básico principio de la responsabilidad por culpa, lo que comporta la indeclinable necesidad de que el acto dañoso tenga que ser... culpable, esto es, imputable a negligencia - o dolo - del agente, por más que la diligencia obligada abarque no sólo las prevenciones y cuidados reglamentarios, sino también todos los que la prudencia imponga para previnir del daño”. Igualmente, la STS 13 julio 1987 (ponente Santos Briz) habla de culpa en sentido subjetivo como "ornisión de la diligencia exigible en cada caso" que es la exigible a los profesionales sanitarios, siendo ajena a ellos la idea de responsabilidad objetiva.
[55] Vid. Penneau, J., Faute et erreur en matière de responsabilité médicale, París, 1973; La responsabilité médicale, Sirey, París, 1977, págs. 44 y ss. y 244 y ss.; Savatier-Auby-Pequignot, Traité de Droit Médical, Paris, 1956. 841. SAVATIER, AUBY y PEQUIGNOT, "Traité...", cit., pág. 290.
[56] Ataz López, J., op. cit., pág. 290. La definición es susceptible de una mayor concreción, que intentaba en mi La responsabilidad civil del médico, cit., págs. 217 a 226. En todo caso, se está aludiendo a la “diligencia profesional” a la que se refiere Díez-Picazo, Derecho de daños, cit., pág. 361.
[57] De nuevo, remito a mi monografía ya citada, págs. 221 y ss.
[58] Ataz López, op. cit., pág. 280.
[59] Cattaneo, La responsabilitá del professionista, Giuffré, Milano, 1978, pág. 56.
[60] Sobre el concepto, evolución, verdadero significado y alcance de la les artis, resulta imprescindible el documentado trabajo de Alonso Pérez, M., “La relación médico-enfermo, presupuesto de responsabilidad civil (en torno a la lex artis)”, en Perfiles de la responsabilidad civil en el nuevo milenio, Dikinson, Madrid, 2000, passim, y especialmente págs. 33 y ss.
[61] Por ejemplo, y además de los códigos deontológicos nacionales, la "Declaración de Helsinki" o Código ético de la Asociación Médica Mundial, de 1964; el Código de Londres, de la citada Asociación (octubre, 1949); el Código Inernacional de Nuremberg, de 1947; la Declaración del Comité Permanente de Médicos de la CEE de 1967; la Declaración de Sydney de 1968; la Declaración de Oslo de 1970, etc.
[62] Gracia, D., “Los derechos del enfermo”, Dilemas éticos de la medicina actual, UPCM, Madrid, 1986; Alonso Pérez, “La relación médico-enfermo...”, cit., págs. 23 y ss.
[63] Vid. Sáchez Carazo, “El Convenio de Oviedo”, en Revista Pediatría de Atención Primaria, 2001, págs. 147 y ss.
[64] El tema ha sido estudiado con todo detenimiento a la luz de la jurisprudencia, con el tino que le caracteriza, por De Angel Yagüez, “Consentimiento informado: algunas reflexiones sobre la relación de causalidad y el daño”, en Práctica Derecho de Daños, Marzo, 2003. Modestamente, también me he ocupado de la cuestión en términos coincidentes con el profesor de Deusto (salvo algunos matices) en mi prólogo a la obra de Domínguez Luelmo, A., Derecho sanitario y responsabilidad médica (comentarios a la Ley 41/2002 de 14 noviembre, sobre derechos del paciente, información y documentación clínica), Lex Nova, Valladolid, 2003.
[65] Llamas Pombo, La responsabilidad..., cit., págs. 151 y ss.
[66] Así ocurría en el caso Chatterton v. Gerson (1981).
[67] Existe un extensísimo, minucioso, documentado y certero comentario a dicha Ley en Domínguez Luelmo, A., Derecho sanitario y responsabilidad médica (comentarios a la Ley 41/2002 de 14 noviembre, sobre derechos del paciente, información y documentación clínica), Lex Nova, Valladolid, 2003. Puede verse también, a título de ejemplo, Cervilla Garzón, “Comentario a la Ley 41/2002, de 14 noviembre, básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica”, en A.C., 2003, págs. 311 y ss. y Romeo Malanda, S., “Un nuevo marco jurídico-sanitario: la Ley 41/2002, de 14 noviembre, sobre derechos de los pacientes”, La Ley, 23 y 24 enero 2003.
[68] Vid. Alonso Pérez, “La responsabilidad precontractual”, R.C.D.I., 1971, págs. 859 y ss.
[69] Prueba de la importancia de este deber es el hecho de que dos de cada tres procedimientos de responsabilidad médica en Alemania contemplaban en 1976 supuestos de falta o insuficiencia de información Similar atención presta a la misma la jurisprudencia francesa. En nuestro pais, el deber de información cobra carta de naturaleza jurisprudencial por primera vez en la STS 25 abril 1994, que contempla un supuesto de vasectomía fallida (precisamente por defectuosa información). Existe un comentario extenso de dicha Sentencia de Llamas Pombo, en Cuadernos Cívitas de Jurisprudencia Civil, nº 36, 1995.
[70] Skegg, P.D.G., Law, Ethics and Medicine, Oxford, 1984, págs. 88 y ss.
[71] Sobre otros aspectos como la extensión objetiva del secreto médico, excepciones, carácter imperativo o dispositivo del mismo, etc., vid. LLamas Pombo, La responsabilidad civil del médico, cit., págs. 272 a 281; Ataz López, op. cit., págs. 186 y ss.
[72] En los términos del art. 29 del Código de Deontología Médica, "el médico tiene el deber y la responsabilidad de mantener actualizados sus conocimientos científicos y perfeccionar su capacidad profesional".
[73] Según S.T.S. 26 junio 1980, "el otorgamiento de un títuio profesional, de acuerdo con la normativa docente y académica, crea, sin duda, una presunción de competencia, que encuentra su fase negativa en la impericia, entendiendo por tal la incapacidad técnica para el ejercicio de la profesión...".
[74] Es famosa, en este sentido, la sentencia alemana del BGH de 16 mayo 1972, que condena a un médico que curó una infección con un viejo medicamento, una vez descubierta la penicilina.
[75] Silva Sánchez, J.M., "La responsabilidad penal del médico por ornisión", La Ley, 23 enero 1987.
[76] S.T.S. 8 febrero 1949, que se refiere a la "continuidad característica" de los servicios propios del médico de cabecera, oue debe atender el requerimiento del enfermo "en cualquier momento, de día o de noche, en días laborables o festivos".